sábado, 11 de febrero de 2012

CARLOS MARGIOTTA


DESENCUENTROS

Ella hablaba y hablaba sin detenerse, su cuerpo era un manojo de palabras vacías arrojadas sin piedad en aquél café del centro porteño. Mientras hablaba y hablaba sin respirar, él la miraba amorosamente esperando una pausa, un pequeño silencio para decirle: ¡Te quiero!, pero eso nunca ocurrió. Cuando salieron a la calle, ella atendió un llamado en su celular. Él sintió un fuerte dolor en el estomago, se inclinó junto a un árbol y vomitó palabras.

El calor me abruma. No puedo pensar. Tengo fiaca. La ciudad es un páramo donde el cemento se desparrama. La noche hierve en la cama, y ni una brisa donde acostarse. Enero es un inmenso letargo. Mi cuerpo se derrite. Mi alma se evapora. Apenas me muevo. Apenas como. Busco la sombra. Algo del animal que fui perdura como un resto. ¿Qué otras cosas conservo de aquel?.

Pasamos parte de nuestras vidas tratando de entender a las mujeres en vano. Quizá el secreto radique en aceptar que somos diferentes, que uno no es la continuación del otro, que en última instancia todo encuentro entre un hombre y una mujer es un desencuentro.

Ellas también creerán que somos el hombre ideal y nos amarán con total entrega. 
Acariciame, abrime, penetrame, dicen invitándonos a recorrer sus misterios.

En la televisión esta el olvido. Uno se olvida de todo para no pensar, para no sufrir, para dejar que los otros decidan por nosotros, para no cambiar, para no rebelarse y luchar. Será por eso que una sociedad del espectáculo, como la nuestra, es una sociedad del olvido.

La lluvia cae sobre nosotros en esa tarde de invierno llena de tristeza. Sabía que ibas a decirme adiós...  y terminamos en un cuarto de hotel, gota sobre gota, gemido tras gemido, mojando la despedida.

Después de la criocirugía y 30 días de hibernación, volvió hecha una mujer de 25 años. La piel tersa, el cuerpo perfecto, el rostro de porcelana. La operación había sido todo un éxito, salvo por un pequeño detalle: le habían congelado el alma.

Nunca olvidaré aquellos eneros de la infancia. El patio sombrío de baldosas negras y blancas   cuando jugaba con los autitos. La terraza urgente de sol donde me refrescaba con el chorro de agua que la manguera de goma expulsaba piadosamente. Los atardeceres lentos del barrio viejo acompañando a mamá con su panza embarazada, y mi vecinita rubia que me llamaba desde el zaguán de su casa para jugar escondidos debajo de la escalera y estremecerme.

Ambos eran una pareja moderna, bellos, apurados, consumidores, adictos al trabajo y al gimnasio. Vivían el presente, compartían un amor líquido, sin compromisos, sin mañanas. Cierto día un torrente de palabras líquidas los arrastró por la alcantarilla.

En Buenos Aires, la capital de un imperio que no fue, sus edificios y paisajes deslumbran a los turistas extranjeros esperando la noche, cuando los cartoneros desfilan recogiendo las sobras de la decadencia.

Espejito, espejito, ¿hay alguien mas linda que yo? Pregunto la mujer. ¡Sí! Contestó el espejo...  Entonces corrió hacia el teléfono, abrió su agenda y llamó al cirujano plástico.

La suerte es grela. Sobre la vieja mesa de paño verde ruedan cinco dados gastados donde apenas se ven sus números, el jugador abandonado a su suerte sólo mira en la superficie de cada uno de ellos dado la imagen de una mujer gastada.

Los medios deberían estar en el medio, pero no están en el punto medio, sino en uno de los extremos. Serían objetivos si no persiguieran sus objetivos. Los medios nos mienten. Los medios justifican los fines. Habría que sacarlos del medio.

La esperó sabiendo que no vendría esa noche, ni tampoco mañana, ni tal vez pasado... quizás nunca. Entonces decidió ir a buscarla al lugar de su primera cita, al lugar del desencuentro.