jueves, 15 de octubre de 2009

MARISA PRESTI


LA BARRA

Noche tras noche el deseo se había ido agolpando como una bola de nieve, ajeno a su frente perlada de sudor, a sus manos frías, a sus ojos abiertos de madrugada. Desde hacía meses, Nicolás Ojeda temblaba de noche y disimulaba ante la luz del sol, pendiente de aquella fuerza que lo obligaba al desvarío. Hablaba poco y nada de sí mismo, razón por la cual prefirió guardarse los pesares en silencio. Pero sentía que la pulsión aumentaba, al punto de abandonar súbitamente su escritorio en horario de trabajo para ocultarse en el baño. En ese lugar pequeño, se sentaba en el inodoro largo rato, cerrando los ojos al mundo real para evocar la fuente de su inquietud. No necesitaba dibujarla en su imaginación, la sentía en todo el cuerpo, tan real como en aquellas épocas en que se entrelazaban en la cama. La curva de sus hombros, el pecho delicado con aroma a jazmines, la boca entreabierta donde una lengua única lo inundaba de sabores. Ansiaba tanto fundirse en ese cuerpo, había llegado el deseo a una urgencia tan extrema que el dolor le arrancaba sollozos ahogados cuando con los ojos abiertos constataba que los azulejos blancos eran su única compañía.
La insatisfacción le arrancó capacidades, ya no recordaba quienes eran sus clientes, ni de qué proyectos le hablaba el gerente. Descompuso la fotocopiadora tocando los botones equivocados y un día se encontró caminando por la calle sin saber donde quedaba su casa.
Todo eso lo supe mucho después, cuando Nicolás Ojeda, apoyado contra la barra, me pidió el cuarto whisky. La primera noche que vino no le presté atención, era uno más de los solitarios que ahogan sus penas con alcohol, con la mirada perdida en el fondo del vaso, los ojos vidriosos y un leve temblor en la mano derecha. Pero debo reconocer que un hombre que llora me conmueve lo suficiente como para intentar alguna frase de alivio. Y eso es lo que hice el tercer día que lo vi: Cálmese, hombre, cuénteme qué le sucede. No levantó la mirada ni me contestó. Apenas hizo un leve gesto con la mano, pidiéndome que volviera a llenar su vaso. No quise insistir, pero me quedé a su lado, temeroso de otro desborde emocional. Mientras atendía otros clientes no dejaba de observarlo; tomaba despacio, aparentemente más calmado, aunque seguía agachado y con la vista fija en el vaso.
Las primeras horas de la madrugada vaciaron la barra. Miré a mi izquierda y noté que habíamos quedado solos. Él apoyaba su cabeza sobre el brazo derecho, evidentemente afectado por el exceso de alcohol. No recuerdo como empezó a hablar, creo que murmuraba algo cuando me acerqué a retirar el vaso y al sentir mi presencia se desbordó en palabras.
Soy una mierda./ No diga eso, no es verdad./ Usted no sabe lo que me pasa./ ¿Por qué no me cuenta?/ No creo que pueda./ Vamos, hombre, estoy acostumbrado a escuchar cosas fuertes, inténtelo.
Quiero hacer el amor con un cadáver.
Los ojos claros me miraban fijo, pero traspasaban hacia algún punto que estaba más allá de mi rostro. No notó mi turbación, el desagrado por meterme donde nadie me llamaba, las ganas de darme vuelta y olvidarlo. Había escuchado confesiones fuertes de hombres cercados por el dolor, por el vicio, por las deudas. Sabía que el alcohol libera todas las represiones, pero no estaba preparado para algo semejante.
¿Y? ¿Qué me dice? Estoy desesperado, apenas cierro los ojos el deseo es tan intenso que no puedo soportarlo. Y cuando sueño, ella está ahí, desnuda, insinuante…pero nunca llego a tocarla.
Estaba a punto de darle la tarjeta de un médico siquiatra, convencido que era víctima de alguna patología seria, cuando él sacó una foto de su bolsillo derecho. El dolor tenía rostro: una morena de rasgos delicados, joven, de cabello largo y enrulado. En su boca, una sonrisa seductora e inquietante.
Hace treinta años que no he vuelto a verla.
Nunca tomo en el trabajo, pero esa noche me serví un whisky doble. Realmente no entendía lo que el pobre tipo me contaba. Para no complicarme, decidí silenciar mis preguntas y dejar que siguiera hablando: No pude hacer el amor con nadie más. El anhelo de tener a Angelina es tan fuerte que daría mi propia vida para sentir su cuerpo fundirse con el mío. Pero ella ya no existe, ¿entiende? Es un cadáver al que me aferro noche tras noche.Aliviado, comprendí que era un ser humano que no podía superar el duelo de haber perdido a su compañera. Fui hacia donde estaba sentado y lo abracé con fuerza. A la media hora, hermanados en la confesión compartida, salimos del bar y caminamos unas cuantas cuadras. Le había tomado afecto, sentí que esa amistad incipiente me iba a dar muchas oportunidades de ayudarlo. Sin darme cuenta, terminé acompañándolo hasta la puerta de su casa. ¿Querés pasar?, me dijo. ¿No es un poco tarde? Sí, pero es la hora en que Angelina está más hermosa.

ALFREDO LEMON


PASIÓN EN EL CAMINO

Hoy es domingo. En apariencia, los seres de estas latitudes están descansando, cultivando un jardín como quería Voltaire o simplemente disfrutan de un sosiego reparador. Otros, cada vez más cerca de la miseria, ven pasar las horas de su hastío. Sólo unos pocos, hoy domingo, desafían las leyes de la física que tanto han preocupado a Newton, Einstein o Hawking.
Hace muchos años que intento ver el rostro del Absoluto. Hoy es domingo, ¿acaso también Él descansa?. Pienso que si traspaso el límite de los trescientos kilómetros por hora podré ver su forma, su perfil desconocido. Aunque en verdad me contradigo. Nunca lo he confesado antes: una vez lo he visto: en las curvas, en los trompos, en los derrapes. La imagen no es clara. Parece tener una túnica celeste, rostro amable, barba de anciano. Ha sido también en esos momentos cuando estirando mi mano me pareció rozarlo pero perdía el contacto y el velocímetro descendía a doscientos ochenta, doscientos cincuenta...
He ido a contra-reloj. Sólo una vez, por única vez, en el circuito de Ímola, logré que me tomara la mano y la muñeca. Fue una cuestión de segundos. Fue una cuestión sublime, de eternidad.
Cuando reaccioné, ví que desde el aire llegaban helicópteros, desde los costados corrían ambulancias, gente desesperada y gritando, médicos haciéndole traqueotomías a mi cuerpo que yacía en el asfalto, los dueños de la escudería sacando cuentas por las pérdidas, sacerdotes orando por mi alma, el público en silencio enmudecido y sorprendido, homenaje y pena... Todos como actores de una tragedia cumpliendo sus roles puntualmente.
Creo que a lo mejor en estos años tensé demasiado el arco del destino, haciéndole frente a la naturaleza retando a la muerte en bólidos de fuego.
No sé si me habré reído de los dioses, no sé si tuve coraje, no sé si me arrepiento en conciencia. Quizás, la única tristeza que ahora me invade es cuando recuerdo a mi pueblo, allá en el sur de Sudamérica.
Presiento que muchos corazones habrán dejado de palpitar en sintonía con el mío, un día como hoy, domingo, cada vez que me sentaba al volante, apretaba el acelerador y me lanzaba al vacío.
Toda búsqueda vale la pena. Todos nosotros, cada cual a su manera, trata de entender la lógica del mundo.
Los que se entregan a sus sueños, los románticos, los amantes, los vulnerables, los misericordiosos, los intrépidos, tendrán un lugar privilegiado aquí junto a mí.
Al fin, es la pasión por vivir lo que nos otorga un leve sentido a la existencia.
Al fin, es la pasión por vivir lo que no tiene fin !

(Esta carta fue encontrada en el bolsillo de un paciente internado en una Clínica Psiquiátrica que se hacía llamar Ayrton Senna y vociferaba que había muerto el 1º de mayo de 1994 en un autódromo de Italia).

ARIEL FÉLIX GUALTIERI


LA TIERRA DE INDECISO

Era un día de lluvia y de frío. Había estado esperando el colectivo durante veinte minutos. Las monedas que llevaba estaban mojadas y la máquina expendedora de boletos no las aceptaba. Comencé a discutir con el chofer. De repente se me ocurrió una frase para terminar la discusión, dejándolo mal parado: "¿Por qué no mirás para adelante, a ver si todavía chocamos?" Pero no llegué a decírsela; justo cuando estaba por soltársela se produjo una brusca frenada, hubo un ruido y en seguida sentí que me despegaba del piso… Eso es lo último que recuerdo.
Aparecí tendido sobre la calzada de una calle pobremente iluminada. Era de noche. Me incorporé y lo primero que vi fue un grupo de hombres que charlaban recostados sobre la vereda, bajo la tímida luz amarillenta de un farol. No sabía si ir hacia ellos, pero mientras lo estaba pensando sentí que alguien me tomaba del brazo por detrás.
-¡Oiga!, usted está muerto, ¿qué puede perder? ¡Sea valiente, vamos! ¿Cara o seca? -dijo un hombre calvo, alto y de bigotes, mientras jugaba con una moneda entre sus dedos y no dejaba de mantener mi brazo aferrado.
No le contesté, de un tirón me solté y caminé rápidamente hacia los tipos que estaban sentados alrededor del farol.
-Disculpen, ¿en dónde estoy? -les pregunté.
-Veo que es un recién llegado -me contestó uno de ellos, dirigiendo una mirada divertida al resto. Era un hombre de aspecto bonachón, robusto y panzón, con barba y cabellera desordenadas.
Asentí con la cabeza, y pregunté:
-¿Es el infierno?
Todos se echaron a reír.
-¡Soy el diablo! -dijo un muchacho burlonamente, irguiendo un dedo índice a cada lado de su cabeza.
Estallaron en carcajadas y siguieron bromeando y descostillándose de risa por un rato. Permanecí de pie, observándolos y tratando de forzar una sonrisa, esperando que dejaran de reírse y me dijeran donde estaba.
-Bueno amigo, bienvenido a la Tierra de Indeciso -me dijo por fin el tipo robusto, levantándose. Comenzó a caminar hacia una esquina. Lo seguí.
-Por favor, ¿podría ayudarme? -le pregunté, suplicante-. No sé que hacer.
-No se desespere, mi amigo -dijo paternalmente- Bueno... haber… El pelado con el que se topó recién es un portero, hay uno por cuadra, sólo se puede salir de este lugar por medio de ellos -me explicó, mientras continuábamos caminando y nos alejábamos del grupo que seguía charlando y riendo bajo el farol.
-¿Salir hacia dónde? -le pregunté.
-Puede ir hacia Arriba o hacia Abajo, depende de si gana o pierde. Seguramente jugó a "cara o seca" con una moneda, ¿no?
-Asentí con la cabeza -recordé que el calvo también había mencionado algo al respecto-. El portero siempre deja que usted elija, pero él arroja la moneda. Si usted gana, irá hacia Arriba; si pierde, lo enviarán hacia Abajo.
-Y..., ah...
-No sé que hay en esos lugares -me interrumpió, como si ya supiera lo que iba a preguntarle-. Pero puedo decirle que Arriba es mejor y Abajo es peor. Nadie que sale de Indeciso vuelve, pero cada uno puede quedarse el tiempo que quiera, hasta que decida jugar a "cara o seca" con un portero. Todos los que estamos aquí no lo hemos hecho todavía. Pero yo he decidido que hoy...
-¿Y cómo sabe usted lo que me acaba de contar? -le pregunté, interrumpiéndolo a mi vez.
-Porque me lo contaron otros, como yo estoy haciendo con vos ahora -me contestó.
Obviamente, esta respuesta me generó dudas, pero como la pregunta pareció no gustarle, decidí no insistir. Llegamos a la esquina, allí estaba el portero. Cuando nos vio acercarnos, se nos abalanzó.
-Hoy no hace falta que me trates de convencer pelado: vengo decidido a jugar -dijo mi compañero.
-Excelente, ¿cara o seca? -disparó ansioso el portero.
-Cara -le respondió secamente y agachó la cabeza mordiéndose los labios.
El portero sacó una moneda de un bolsillo del saco. La acomodó en su mano derecha para lanzarla y preguntó a mi acompañante:
-¿Está seguro?
-Sí -respondió él, fijando su vista en la moneda.
Entonces el portero lanzó la moneda hacia arriba, esta cayó contra el suelo, y después de rebotar unas cuantas veces quedó con la cara hacia arriba. En seguida mi compañero comenzó a elevarse lentamente, impulsado por un viento que parecía soplar desde abajo. Lo seguí con la mirada hasta que desapareció en la oscuridad impenetrable del cielo. Mientras ascendía, me saludó un par de veces con la mano: su rostro se veía radiante y feliz.
Así comenzó mi estancia en aquel lugar.
Indeciso era una especie de ciudad formada por infinitas manzanas y calles idénticas. En las veredas de cemento no había filas de casas; en su lugar se extendían murallones altísimos, hechos también de cemento, sin puertas ni ventanas, tan elevados que no se distinguía donde terminaban; y como no presentaban puntos de apoyo, era imposible escalarlos.
Nunca salía el Sol. El cielo era un manto negro donde jamás brillaban la Luna ni las estrellas. En cada cuadra, había cuatro farolitos flacos, que apenas salpicaban la oscuridad con su escasa luz amarillenta. Los porteros, todos iguales como gemelos, vestidos siempre con traje gris, camisa blanca y corbata negra, acosaban a todo aquel que encontraban en su cuadra para forzarlo a jugar; su insistencia y palabrerío eran insoportables. A excepción de estos molestos habitantes, no era fácil cruzarse con alguien en Indeciso; a veces pasaba mucho tiempo sin ver a otra persona. Cuando me encontraba con alguien charlábamos sobre cualquier cosa, no importaba el tema, siempre era una alegría escuchar otra voz. En ocasiones llegábamos a juntarnos cinco o seis en la misma cuadra: los recuerdos más felices de mi paso por Indeciso provienen de esos encuentros. Pero estos grupos sólo duraban hasta que el sueño nos vencía. Cada vez que alguien se dormía, despertaba en un lugar diferente, aparentemente al azar; de tal manera que podía encontrarse a miles de kilómetros de la persona con la que había estado charlando unas horas antes. Por este motivo, también era muy difícil orientarse. Nunca vi mujeres ni niños en Indeciso. Algunos decían que estaban en un lugar idéntico pero sin hombres; otros creían que se hallaban en Indeciso, aunque muy lejos de nosotros; también oí que se encontraban Arriba.
Durante el tiempo que estuve en Indeciso, vi a muchos ganar y elevarse felices hacia Arriba. Pero también contemplé, con angustia, como otros tantos descendían aterrados después de perder. Al principio, la idea de jugar ni siquiera se me cruzaba por la mente. Pero a medida que el tiempo iba pasando, pensaba cada vez con mayor frecuencia en como serían Arriba y Abajo, y en las ventajas y desventajas de arriesgarme. Hasta que un día, durante una caminata solitaria, finalmente me decidí. Me dirigí resuelto hacia al portero que estaba parado en la esquina, elegí cara y... salió seca. Entonces, como había visto que ocurría con todos los que perdían, un pozo se abrió bajo mis pies, comencé a caer rápidamente, sentí un gran cansancio y me dormí.
Desperté en una calle con el mismo aspecto que todas las de Indeciso. Comencé a caminar y me di cuenta que estaba en un lugar que era idéntico a Indeciso, salvo por la ausencia de porteros. De repente, al doblar una esquina, divisé una figura recostada bajo un farol. Me le acerqué rápidamente. Cuando estaba a unos pasos, el hombre me dirigió una mirada desde su sitio, sin levantarse. Al ver su rostro de cerca, reconocí sorprendido a mi primer amigo de Indeciso, aquel hombre robusto que había visto elevarse hacia Arriba.
-Amigo, ¿me recuerda? -le pregunté.
-¡Claro!, ¿¡cómo le va!? -me saludó con su tono amable.
-Pero...
Otra vez, como aquel día cuando nos conocimos en Indeciso, adivinó lo que iba a preguntarle; y sin dejarme terminar la frase, me dijo tranquilamente:-Es lo mismo.

MARCOS RODRIGO RAMOS


EL VIENTO Y EL VIOLÍN

Shi Huang Tzu iba de regreso a su castillo en el Reino del Norte cuando encontró sentado debajo de un árbol a un joven que miraba el cielo ensimismado. Entre sus brazos tenía el estuche de un violín. Algunas lágrimas rodaban por sus mejillas.
-¿Qué pena te aflige?
-Mi pena es por un sueño.
-¿Tu sueño tiene nombre de mujer?
-Li Quin Thao.
Por un momento hizo silencio, sabía de ella que dentro de dos día iba a hacer una fiesta importante en su castillo, que tenía mucho poder y que era más que dura con todas las personas y sobre todo con los hombres que la habían pretendido. Las malas lenguas decían que su corazón era tan duro que nunca había amado y nunca lo haría jamás por decisión propia. El muchacho parecía tan enamorado que no quiso romperle la ilusión.
-Te deseo suerte en tu empresa de amor pues te aseguro que la necesitaras.
El joven sacó del estuche del violín y sin responderle comenzó a tocar mientras él se retiraba. La música comenzó a sonar con mayor intensidad y aunque cada vez se alejaba más y más se sentía atravesado por una aguja cada vez más punzante a tal punto que debió detener su caballo y arrojarse al pasto. Acostado boca arriba intentaba relajarse pero su pecho parecía abrirse en dos. No podía salir de su asombro, había estado en miles de batallas y sabía lo que era sentir el filo de una espada atravesándole la piel, sin embargo ningún dolor se igualaba al que ahora sentía. Sin entender muy bien por qué comenzó a llorar con una angustia que crecía con la misma intensidad que la sucesión de notas en el violín. De pronto el silencio. Se paró sintiendo un sudor frío. No se escuchaba el sonido de los pájaros, del río ni del viento. Otra vez comenzó a sonar el violín y esta vez el sonido fue delicado, lento, dulce. El aire se volvió un agua fresca y cristalina que inundaba su alma. Comenzó a caminar en dirección y sin darse cuenta se vio transportado a los momentos más felices de su pasado: a un abrazo con su padre diciéndole que estaba orgulloso de él, a una caricia de su madre en el pelo, al primer beso que le dio de adolescente a su mujer, a la última sonrisa infinita y sin dientes de su hijo Liu Chao. Se detuvo a pocos metros del violinista que continuaba tocando en forma dulce con una sonrisa en los labios y lágrimas en los ojos. No necesitaba palabras para saber lo que decía la música ni a quien iba dirigida. Sonaba claro, preciso, único en la melodía el nombre de su amada. Se arrodilló ante él. Sólo entonces dejó de tocar. Shi Huang Tzu colocó su espada entre las manos y dijo con voz firme:
-Mi espada que sirvió siempre al emperador ahora es tu espada.
-Agradezco tu ofrecimiento pero en la batalla que voy inútiles son las armas.
-El viento. Confía en el viento, el llevará tu música hasta su corazón. No sé cómo, pero sé que así será.
-Deliras noble caballero pero, ¿qué pierdo con intentarlo?
El violín volvió a sonar. Shi Huang Tzu se recostó en el pasto con los ojos cerrados mientras el viento parecía llevar la música a otro lugar.
Ante su extrema insistencia el joven violinista debió aceptar que lo acompañara.
-¿Desde cuándo amas a Li Quin Thao?
-Fue de adolescente que la vi en un sueño. En el mismo tocaba a sus pies con el violín una melodía muy dulce (aquella que vos hace poco escuchaste). Me miraba seria y con indiferencia al principio pero el canto de mi violín se hizo más dulce aún y cuando nuestros ojos se encontraron ella me sonrió. Al despertar comprendí que mi vida tenía un solo sentido, volver a encontrar esa sonrisa.
Dudo por temor a herirlo pero sentía que era preciso decirle lo que había escuchado de ella.
-Se dicen muchas cosas sobre tu amada.
-Las sé todas.
-¿Sabes de su corazón de piedra?
-¿Para qué crees que llevo un violín capaz de derribar montañas?
-Va a ser difícil.
-Escucha al viento. La melodía aún está flotando.
Decidieron detenerse en una taberna. Allí el noble guerrero le expuso al violinista su plan.
-Tengo una idea para que puedas conocer a Li Quin Thao y mostrarle tu música. Ven a su fiesta conmigo.
-¿Con estos harapos?
-Eso no es problema. Dinero es lo que me sobra. Con la sola mención de mi nombre tendremos crédito con los mejores sastres y en menos de una hora estarán en tus manos los trajes de gala más elegantes que jamás se hayan visto, bordados con hilos de oro si es necesario.
-¿Por qué no? Una fiesta. Un traje de gala. Quizás sea el momento justo. Voy a ensayar, debo practicar, no puedo equivocarme. Sientes este viento fresco. El viento es señal de buen augurio.
El maestro de ceremonias de palacio Lian Quichao se sorprendió cuando pasó en su carruaje frente a la taberna del Viejo Li Po, lugar del que a toda hora provenían ruidos de botellas rompiéndose y hombres peleando. Nada de eso, sólo se escuchaba el sonido dulce de un violín. Se detuvo a espiar y dentro observó un paisaje que nunca pensó que podía encontrar en ese lugar. Más de una veintena de los peores malvivientes y otro tanto de prostitutas escuchaban en silencio y con atención al joven de ropas humildes que tocaba el violín. A Lian Quichao encantaba la música pero fue mayor su afán de chismerío y prefirió ir de prisa al palacio para contarle a su amiga Li Quin Thao lo que había visto.
Los trajes estuvieron listos mucho más rápido de lo que ellos habían calculado. "El oro mueve al tiempo", se jactaba Shi Huang Tzu. El violinista comenzaba a inquietarse ante la inminencia del encuentro con su amada.
-¿En tu familia todos son músicos?
-Nadie.
-¿Te has iniciado de muy joven para adquirir tamaña capacidad?
-No.
-Pero, ¿cómo es posible?
-Todo comenzó cuando tuve aquel sueño que te referí a la tarde. Tendría dieciséis años. Jamás había tocado algún instrumento, es más, ni siquiera me gustaba la música. Sin embargo fue por el impulso de cumplir mi sueño que vendí las pocas pertenencias que tenía para comprar el violín. A partir de ese momento mi vida se limitó a trabajar para pagar a los profesores y practicar todo el tiempo posible. Fue con tiempo y esfuerzo que mi técnica se volvió perfecta, entonces estuve en condiciones de escribir aquella melodía del sueño. Sólo me resta tocarla delante de mi amada con el viento.
La fiesta en el castillo del padre de Li Quin Thao se realizaba según lo previsto, con sólo las personas que había autorizado venir. Ninguno faltó. Fue a eso de las doce del mediodía que el edecán anunció la llegada de dos nuevos invitados no previstos que esperaban en la puerta de palacio.
-¿Son extranjeros?- preguntó ella.
-Uno es Shi Huang Tzu, el poderoso señor de las Tierras del Norte. El otro es un joven que no ha dicho palabra.
-¿Cómo?
-De él ha dicho: "Si yo soy poderoso, el es cien veces más poderoso que yo" Le preguntamos su nombre pero respondió que el joven (al que trata como su señor) se presentará ante vos con su instrumento y en su música podrás descubrir quién es.
-¿Qué instrumento?
-Lleva el estuche de un violín bajo el brazo.
-¿Un violín? Me recuerda algo que me contaron hace poco. Está bien, que pasen.
El rey suspiró sin dejar de abanicarse, el calor era terrible dentro del palacio pues por orden de Li Quin Thao todas las ventanas debían permanecer cerradas y no corría por el interior una sola gota de viento. Los dos extranjeros se aproximaban a donde estaba ella. El más joven, que llevaba un estuche de violín bajo el brazo se quedó parado a unos cuatro metros de distancia. El otro, más grande en edad y más robusto, la saludó besándole la mano.
-Hay varios interrogantes que me gustaría que me ayudaras a develar ¿Por qué cuando me saludaste no te inclinaste ante mí?
-Mi cuerpo sólo se inclina ante el emperador y mi "señor" Chuang Ti.
-¿Él es "tu" señor?
-El poder de este hombre es increíble. A hecho cosas que ni cientos de ejércitos todos juntos podrían hacer.
-¿Por qué se queda parado sin mirarme?
-Mi señor viajó de muy lejos, se preparó y ha dedicado gran parte de su vida a esta melodía en su homenaje.
-¿Por qué no me saluda?
-El prefiere presentarse con su música directamente. Es por eso…
Li Quin Thao no lo dejó seguir hablando y de imprevisto comenzó a pedir a los gritos silencio y que se acercaran todos.
-¡Amigos míos! Les voy a pedir un favor. Desde tierras muy lejanas ha venido este noble extranjero con una melodía. Si, con una canción para violín inspirada en mi persona. Quiero que todos la escuchen conmigo.
El calor se hacía inaguantable para el joven Chuang Ti que no había contado con la presencia de ese público "extra", no obstante sabía que el concierto por ello no dejaba de estar dirigido a la persona que él quería. Colocó un poco de resina en el arco, el violín sobre el hombro y una milésima de segundo antes que tocara la primera nota se oyó el grito.
-¡Momento! ¡Quiero ver ese violín! Tráiganmelo.
El pedido había descolocado al joven que le hizo una seña a su compañero para que se tranquilizara al ver que estaba desenvainando su sable para defenderlo.
-Si, claro- respondió el violinista entregándole su instrumento. Lo miró con detenimiento lo mismo que su arco. El silencio era pesado, caluroso, molesto. A pesar de los contratiempos a Chuang Ti lo que más le inquietaba era la falta de aire, que no estuviera aquel viento fresco del sueño.
Li Quin Thao pidió al maestro de ceremonias Liang Quichao que entregara a su dueño el violín pero este, a mitad de camino, tropezó cayendo de lleno su cuerpo sobre el instrumento. El corazón de Chuang Ti pareció dejar de latir, no elevó la cabeza para no verle la cara. Le entregaron el violín destruido. Las risas invadieron todo el palacio. Faltaba el aire más que nunca.
Shi Huang Tzu ardía de odio y no deseaba en ese momento otra cosa más que cortar la cabeza de cada uno de los que se estaban burlando de su amigo pero fue otra vez la mano de él la que el hizo una seña para que se detuviera, sin embargo el vozarrón fuerte y enérgico del noble samurai bastó para que todos se callaran.
-¡Silencio! ¿Disponen en este palacio de algún otro violín para mi señor?
-No tenemos- respondió con sorna Li Quin Thao.
-Pues allá en la orquesta me pareció ver más de uno.-¿Me estás tratando de mentirosa?- dijo la dama mientras una veintena de soldados con sus espadas se dirigían hacia él. El noble guerrero sacó su espada y se dispuso a luchar. Fue entonces que el joven Chuang Ti comenzó a tararear la melodía de su sueño. Ella lo miro estupefacta, conocía a la perfección esa melodía, la había escuchado de adolescente en un sueño. Un hombre la interpretaba, no recordaba cómo, si cantando o con un instrumento. A ella sólo le importaba el intérprete porque sabía que él era el primero, el último, el único hombre al que ella iba a amar. Lo llamó por su nombre y cuando sus miradas se cruzaron se reconocieron en una sonrisa, entonces los dos respiraron hondo aquel aire fresco que corría por el castillo a pesar de las ventanas cerradas.

SERGIO FELIPE MATTANO

ASMA

Aprendimos a morir desde pequeños
entre vapores, ventolín y el infierno rudo
de los rezos del nebulizador.
Nosotros conocemos la muerte antes que a ud.
se le muriera un abuelito, que en pack descanse,
arriando el ínfimo retoño de O2 hacia el pecho
entre chillidos de la carne que le niega el paso
meditando para vencer el nervio histérico de yacer
ahogados sin una mano que nos seque la febril testa.
Aprendimos a morir y en eso sacamos ventaja,
aunque los años de catecismo insistan

en igualarnos mortales.




oooOooo


SE

ser un ataúd de lo q no
la bestia
del carnaval
la sagrada madeja deshilada
el perfume del sexo retraído
la garganta ácida
la niña q cruza la calle
y descruza las piernas
cuando papi no la ve
la resistencia
en las formas imperecederas
imperceptibles
del aire
las tres cicatrices

cruzadas sobre la pared



oooOooo



CANTO II

Los habitantes de la noche
pájaros de alas sangrantes
me despiertan
me seducen
me atormentan
me vuelven ave
forma clítica del pronombre
escudo contra espolones
que el rostro desfiguran
cordero de dios
que quita
el pescado del mundo.
Tras las torres se alza
hambrienta
una dama sepia
Deglute los pájaros
me desea
me inventa
me recorre
Luego yo,
desnudo /anquilosado
respetando las comas
atrapado por las cicatrices
de sobreviviente
diciendo yo
creyendo ser yo
la sombra de mi padre y hades
el miasma enérgico de la prohibiciones por venir
expulsando verrugas por los ojos
y penetrando fieramente
a la mujer sepia
que se orgasma

y eyacula canciones por la boca.

RODOLFO PELÁEZ


EL ÚLTIMO PERRO

Axel miró largamente el horizonte. Es un hombre demasiado viejo y, pese al esfuerzo del implante regulador de funciones vitales, la naturaleza concluye en él.
Es una piedra con infinitas grietas arremolinándose en torno al agua azulada de sus ojos.
Únicamente mueve sus manos, giran lento en pequeños círculos, como si pulsaran una consola invisible.
¿Habrá alguna otra persona más allá de la bruma del atardecer?
Giró hacia la casa con pasos lentos mientras recordaba y agradecía los años invertidos en la reorganización de los recursos, consiguiendo independizar los servicios elementales en las viviendas rurales, convirtiéndolas en unidades autosuficientes. El generador de electricidad, el de agua, el reciclante de desperdicios.
Todos esos recursos y hasta algunos alimentos que ahora eran parte integral de cada casa. Eso le permitió sobrevivir en la soledad. Eso y su larga memoria, muchas veces recordándole de joven con el uniforme de servidor público, asistiendo a las gentes que elegían morir en las calles o en las plazas. Y el dolor frente a la imagen vívida de esas mujeres abriéndose el vientre con navajas, algunas abrazadas a los sustitutos fabricados en forma masiva con la desesperada intención de estirar la agonía o alentar la esperanza.
Un intento vano ya que, a pesar de los esfuerzos de la ciencia, de los especialistas en comportamiento y de los más duros, todas las personas fueron marchitándose; híbridas murieron de a miles, de a cientos, o de a pocos; inexorablemente trastornadas o envejecidas.
Hacía mucho la compañía había lanzado la semilla. Y esa semilla, que pretendía ser la mejor, controlaba la naturaleza al servicio de las ganancias. Ganó los campos de quienes la compraron e invadió los de aquellos que la rechazaban por instinto o por prudencia.
La idea tuvo razones de modernidad y supieron encuadrarla perfectamente en las reglas de juego. Vender una semilla de ventajoso rendimiento que no puede generar descendencia. Si alguien quiere sembrar, debe volver a comprarle a ellos, porque las germinadas solo sirven para harina o aceite, pero no para generar nuevas plantas.
Una idea terriblemente simple y fácil para un negocio impredecible.
Fueron muy bien los primeros años, con cosechas record, hasta que comenzaron los efectos colaterales... La compañía siempre negó que eso tuviera relación directa con su producto, pero comenzó a reducirse la preñez en los animales y los embarazos humanos.
No faltó algún trastornado de la ecología, de aquellas épocas, que lo viera como bendición al proteger la naturaleza del flagelo del hombre. Lo ocurrido rebasó todo cálculo y especulación xenófoba.
Los nacimientos de animales domésticos y de niños desaparecieron totalmente en pocos años.
Sólo los organismos vivos más elementales lograron sobrevivir y readaptarse a la plaga. Los vegetales se recuperaron casi todos. Poco a poco, de los restos putrefactos de generaciones envenenadas, surgieron vástagos que fueron rehaciéndose casi iguales a las antiguas plantas. Algunos peces, reptiles, insectos. El resto, la mayor parte, desapareció con la última generación híbrida.
Ya hace casi medio siglo que murió el último perro en el planeta.
El mundo del poder, que durante muchos años se rigió por la supremacía del más fuerte, ignoró como si no existiese, que el más fuerte no significa necesariamente el más inteligente, el más complejo, el más sutil. Nada se instrumentó para proteger la fragilidad de la inteligencia, la débil sutileza del sistema nervioso que se elevó trabajosamente durante años desde las raíces más oscuras y primitivas.
Tal vez ese fue el error principal, tal vez...
El viejo se detuvo frente a la puerta, volteó levemente y dirigió una mirada nublada de nostalgia hacia el atardecer.
- Aquí estamos, aquí estoy. Sin Irene y su sonrisa de soles.
- Sin saber si alguien vive en algún lugar.
- Sin saber si soy el último, el penúltimo o si ya estoy muerto…
- ¡Tal vez sea así estar muerto!, sin ver a nadie, sin palabras, sin caricias...
Sus manos se mueven en círculos sobre la consola, modifican la transparencia y porosidad de las paredes al modo nocturno. La noche ya esta encima y él hace mucho que acostumbra apagar las luces para poder mirar las estrellas.La brisa que filtran las paredes le ayuda a sentir su cuerpo en la cama hasta que el sueño se lo lleva.

RICARDO ALLIEVI


CUESTIÓN CELULAR

De verdad, no sabe cómo pasó. Quizás fue una cuestión de suerte, a la que estaba acostumbrado o un poco de azar.
Se encontraba profundamente dormido después del baile en el partido con el equipo contrario, el triunfo, el boliche y el festejo con los amigos del equipo y las chicas que los acompañaron para seguir bailando. Maldijo cuando sonó su celular tan temprano. Con los ojos cerrados, tanteó sobre la mesa de luz y a oscuras, lo encontró, se lo llevó al oído y dijo secamente un hola profundo.
No era para él. Ella estaba buscando a otro. No sabe si era Víctor, Victorio, Victorino o Victorioso; pero tampoco el apellido. Era una voz femenina, joven, melosa y acariciante en el oído. No era él. Ella cortó y él siguió durmiendo.
En su celular quedó el número del que lo había llamado. Lo vio a la mañana siguiente, casi al mediodía, cuando pudo despertarse. No era ningún conocido.
Esa noche apretó los botones del número y lo atendió ella con su hola tan dulzón. Tenía cancha para que no cortara, parecían incentivarse mutuamente en la charla y se averiguaron algunas cosas.
El vivía otra conquista y le pidió encontrarse para conocerse y charlar personalmente.
Ella aceptó; pero faltó a la primera, no fue a la segunda y le avisó en la tercera que le era imposible, cuando él le reclamó sus incumplimientos.
Volvió a llamarlo otra noche y él escuchó evasivas sin fundamento.
Cambió el número del celular, no se lo dijo ni la llamó más. No estaba acostumbrado a los fracasos o derrotas. Fue siempre un vencedor glorioso. En la cancha con el básquet y con las minas que lo iban a ver hacer dobles. En este caso no llegó siquiera a un simple para que lo conociera y aplaudiera.
No dejaba el básquet. Allí también se lucía porque, como decía su padre, en la cancha se ven los pingos que se juegan para conseguir los laureles de la victoria. No sabe si ella se llamaba Victoria porque no fue suya ni de ninguno de sus compañeros del equipo en charlas de vestuario o brindis de triunfos.

NORMA PADRA


EL ALMOHADÓN

El sultán vivía en un hermoso palacio, algunos lo llamaban "harén", -nombre que designa al mismo tiempo al conjunto de mujeres hermosas que rodeaban a un personaje importante, así como el lugar en el que éstas residían-.
El lujo y la buena vida distinguían su dormitorio, lleno de alfombras persas, jarras de oro, perlas, perfumes, flores y sahumerios.
Allí, en medio del fastuoso colorido se situaba un importante almohadón de seda bordado con hilos de oro y plata. Él siempre lo miraba con cariño, pues lo había heredado de su abuelo.
El sultán pasaba días sin salir del dormitorio; muchas cosas mágicas sucedían.
Sabía que posando su cabeza en ese hermoso almohadón, soñaría con su princesa Justine.
Sus pensamientos volaban como entre sueños. Así acurrucado, obsesionado con aquella bella joven que iluminaba su alma.
Justine, era su sueño y su desvelo.
El sultán tuvo que partir para realizar un largo viaje.
Al llegar fatigado por el trajín del su paseo, ingresó a su dormitorio para poder descansar.
Abrió la puerta y su sorpresa fue tan grande, que cayó desmayado sobre las alfombras.
Vio el almohadón roído y deshilachado por el tiempo; había sido destruido.
El pobre casi enloqueció, nadie sabía el motivo. Todo allí se vistió de tristeza, y silencio.
Nadie sabía que aquel regalo que había recibido de su abuelo: ese almohadón bordado con finos cabellos de oro y plata, anidaba el espíritu de la bella princesa... y el sultán nunca más pudo volver a soñar con ella.
Tuvo otros almohadones, tuvo otros sueños, pero ya nada fue igual para él.
Enfermó de tristeza y al poco tiempo encontró la muerte.
Aquel almohadón bordado lo estaba esperando posado en una pequeña y blanca nube que en el cielo flotaba.
Y allí lejos de toda riqueza, y vida mundana, el sueño se hizo realidad.
Justine y él serían felices en ese espacio de llamado: "El país de los sueños eternos".

martes, 6 de octubre de 2009

FRANCISCO ANTONIO RUIZ


PORNOGRAFIA A LAS OCHO Y TREINTA DE LA TARDE

Ángela, Adela, y Marcos. Los tres en el pajar, desnudos y poseídos por la fiebre. Una fiebre, una calentura de serpientes criminales, de víboras verdes y húmedas, largas, muy largas, entre sandías abiertas que muestran una pulpa rojamente enfurecida, azucarada hasta la diabetes y llena de pepitas negras, como hormigas, la corteza verde y la mosca Drosophila, pequeñísima sobre el relicario de soberbísimo néctar. Ella a él besándole, las dos lenguas retorciéndose como lentos y sanguinolentísimos caracoles, babosas y moluscos ebrios de placer, buscando el deleite, bruto, brutal, fornicación ad extremis. El trío se bambolea a sí mismo, el gran vergajo penetra la ostra y el nudibranquio, la verruga, la cabeza de pavo que entre las piernas de las diosas se desolla con las uñas, rojísimas a un punto, o violetas. Larga cabellera de Ángela, en un cuerpo modelado para la lujuria, creado especialmente por un Dios íncubo o súcubo, infernal, entre marasmos y gotas que caen de enormes cirios negros. Hay en el pajar un rastrillo de hierro oxidado, el tridente de un barbudo Dios Neptuno que entre sirenas de opulentas colas ejerce cubanas de semen, ansioso como un demente sátiro. La paja, seca y amarillísima, es un incómodo colchón para los cuerpos desnudos, las nalgas de Adela sufren el peso de la penetración, y Marcos, jinete despiadado lleno de salvajes espuelas de oro, fustiga a la yegua, le da latigazos, con una fusta de carne, oprobiosa gónada del macho feroz, toro de descomunales proporciones, efebo monstruoso de rabioso sexo. Más allá, donde la paja da con el suelo arenoso y sucio, un gallo de pelea de color rojo cobrizo persigue gallinas pequeñas y fieras, emplumadas y lascivas, que débilmente cacarean pidiéndole al macho fecundaciones sin respiro. Y cerdos, siete cerdos, siete redondos, sucios, y obesos descendientes de aguerridos jabalíes, en la estancia defecan sus purines, entre moscas de ébano o bronce verde. La cerda recién parida, echada en el suelo, como una masa de carne sin nervio, amamanta diez diminutos lechones, mientras arriba, sobre la paja, Ángela engulle caprichosamente a Marcos que casi se derrite de fervor y gloria mientras sucumbe bajo el dominio del nardo de carne de Adela. Un neumático viejo, sobre el que el agua de la lluvia ha dejado una colección de paramecios y caracoles, atestigua la orgía de los sedientos de deseo, que en un volcán de fuego podrían hacer arder el granero. Los impuros olores de la pocilga no disminuyen ni un ápice la estrangulada y tricéfala cabeza de la serpiente que se auto devora, en un festín contemplado por lascivos y corrompidos jamones vivientes. A través de una de las tablas del pajar tres niños de diez años observan la escena aterrados mientras se preguntan qué clase de espanto están haciendo sus padres. El niño mayor, de quince años, que los ha llevado allí les señala con el dedo en la boca silencio y los niños se ríen mirando la demoníaca posesión y el aquelarre de los corruptos. Las gotas de aceite del semental se derraman en vano sobre las esféricas nalgas de las sodomitas.


-España-

ALICIA CHILIFONI


FRUTILLA LIBRE
....................................A Juan Gil, de Aluminé, Neuquén

Vuelvo de mis vacaciones, y me encuentro con una invasión. La cuarta parte del jardín fue ocupada por una planta de zapallo, de largas guías amenazantes.
Hace años que siempre tiro las semillas en el mismo rincón. Aparecen plantitas, dan flores, que en un par de días desaparecen devoradas por hormigas y caracoles, esos bichitos simpáticos, con su casita a cuestas, que ya me son antipáticos porque también se llevan a cuestas mis calabazas posibles, haciéndolas imposibles.
Durante mi ausencia llovió tanto, me cuentan, que todo el ejército de alimañas no pudo con la flora.
Sin soltar todavía la valija, voy apartando suavemente las hojas, para poder ver las flores, amarillas como soles, y me sorprenden varios zapallos de tamaño considerable. Tengo miedo de estar soñando. Creo estar en medio de un milagro, y en realidad lo estoy.
Recuerdo la huerta de mi casa natal, y ya me imagino haciendo un almácigo para... ¿cuándo será la época de sembrar lechuga? ¿y radicheta? ¿Y pimientos? ¿Y choclos? Todo, quiero saber todo.
Sacudo la cabeza, a ver si no estoy todavía en el ómnibus, soñando. No. Acá está la puerta. Estoy en mi casa. Entro, abro la valija, y mientras la voy vaciando, encuentro la caja de frutillas que me regaló Juan. Son de su chacrita, la que hace dos años va gestando allá, en plena cordillera. Larga y difícil fue la lucha por su adjudicación. Ser pobre y "sin palancas" lo complica todo. Pero ahí está, ya con sus álamos, de tres variedades, para dar un mejor efecto visual, cuando crezcan, claro, me explica.
También me enseña cómo se plantan, y por qué allá los pinos, y por qué tres variedades de frutillas, y por qué aquí las grosellas, allá las frambuesas, más allá los perales y manzanos, y por qué el estanque ... ¡Cuánto sabe, y con qué fervor habla! Le pido que se quede así, quietito, para la foto. No importa que esté a contraluz. Quiero guardar la pasión de esa cara morena, plena, feliz. Me trae a la mente la frase de aquel obispo de Santa Cruz, monseñor Alemán, cuando en su homilía dijo "cuánto trabajo hay en un pedazo de pan". Sí, desde la preparación de la tierra, pasando por la siembra, la espera, la cosecha, la trilla, el molino, la harina incorporándose cautamente al amasijo, el horneado, y el llevarlo al mantel con unción. Siempre he sentido y siento, en el acto de dar de comer, un acto de amor. Y cuando cocino, aún el plato más sencillo, pongo todos mis sentidos, cocino con el alma, al margen de los resultados. Mientras recuerdo, abro la heladera, pero vuelvo a cerrarla, sin guardar la caja con las pequeñas frutas rojas, brillantes. Las traje para una tarta con crema pastelera. ¡Al diablo la tarta! Abro la canilla, y a medida que las lavo me las voy comiendo, sin crema, sin azúcar, sin nada, y con todo. Mastico a conciencia, degustando con los ojos cerrados, pidiendo un deseo: que mis zapallos tengan el mismo sabor que las frutillas de Juan, este incomparable gustito a libertad . . .

JUANA SCHUSTER

MOMENTOS


Momentos de dicha cuando nadaba en el río.
Momentos juguetones si me enroscaba en los corales.
Instantes de incertidumbre cuando caí en la red.
Momentos de zozobra al no saber mi destino.
Finalmente fui llevado a un sitio que los hombres llaman acuario.
Momentos de dolor, porque mi cabeza choca contra los cristales de la pecera.
Minutos de conocimientos cuando el guía explica que soy voraz y que habito en los ríos de América Tropical, especialmente en Brasil.
Momentos de desconcierto porque la placa dice: "Pygocentrus" y el guía manifiesta que es mi nombre en latín.
Momentos de gozo.
Escuché decir al empleado que van a traerme una compañera. No quiero estar solo.
Conocer el amor debe ser como crecer dentro de una ostra y convertirse en perla.
No conozco la sensación de estar enamorado.
Las medusas me contaron que es un estado indescifrable.
Los hipocampos me confiaron que es como sostener con alguna aleta millones de luciérnagas.
Momentos de decirle a ella que no me diga "Pygocentrus".
La voy a dejar que me llame "Piraña" como lo hacía el cardúmen.