martes, 6 de octubre de 2009

FRANCISCO ANTONIO RUIZ


PORNOGRAFIA A LAS OCHO Y TREINTA DE LA TARDE

Ángela, Adela, y Marcos. Los tres en el pajar, desnudos y poseídos por la fiebre. Una fiebre, una calentura de serpientes criminales, de víboras verdes y húmedas, largas, muy largas, entre sandías abiertas que muestran una pulpa rojamente enfurecida, azucarada hasta la diabetes y llena de pepitas negras, como hormigas, la corteza verde y la mosca Drosophila, pequeñísima sobre el relicario de soberbísimo néctar. Ella a él besándole, las dos lenguas retorciéndose como lentos y sanguinolentísimos caracoles, babosas y moluscos ebrios de placer, buscando el deleite, bruto, brutal, fornicación ad extremis. El trío se bambolea a sí mismo, el gran vergajo penetra la ostra y el nudibranquio, la verruga, la cabeza de pavo que entre las piernas de las diosas se desolla con las uñas, rojísimas a un punto, o violetas. Larga cabellera de Ángela, en un cuerpo modelado para la lujuria, creado especialmente por un Dios íncubo o súcubo, infernal, entre marasmos y gotas que caen de enormes cirios negros. Hay en el pajar un rastrillo de hierro oxidado, el tridente de un barbudo Dios Neptuno que entre sirenas de opulentas colas ejerce cubanas de semen, ansioso como un demente sátiro. La paja, seca y amarillísima, es un incómodo colchón para los cuerpos desnudos, las nalgas de Adela sufren el peso de la penetración, y Marcos, jinete despiadado lleno de salvajes espuelas de oro, fustiga a la yegua, le da latigazos, con una fusta de carne, oprobiosa gónada del macho feroz, toro de descomunales proporciones, efebo monstruoso de rabioso sexo. Más allá, donde la paja da con el suelo arenoso y sucio, un gallo de pelea de color rojo cobrizo persigue gallinas pequeñas y fieras, emplumadas y lascivas, que débilmente cacarean pidiéndole al macho fecundaciones sin respiro. Y cerdos, siete cerdos, siete redondos, sucios, y obesos descendientes de aguerridos jabalíes, en la estancia defecan sus purines, entre moscas de ébano o bronce verde. La cerda recién parida, echada en el suelo, como una masa de carne sin nervio, amamanta diez diminutos lechones, mientras arriba, sobre la paja, Ángela engulle caprichosamente a Marcos que casi se derrite de fervor y gloria mientras sucumbe bajo el dominio del nardo de carne de Adela. Un neumático viejo, sobre el que el agua de la lluvia ha dejado una colección de paramecios y caracoles, atestigua la orgía de los sedientos de deseo, que en un volcán de fuego podrían hacer arder el granero. Los impuros olores de la pocilga no disminuyen ni un ápice la estrangulada y tricéfala cabeza de la serpiente que se auto devora, en un festín contemplado por lascivos y corrompidos jamones vivientes. A través de una de las tablas del pajar tres niños de diez años observan la escena aterrados mientras se preguntan qué clase de espanto están haciendo sus padres. El niño mayor, de quince años, que los ha llevado allí les señala con el dedo en la boca silencio y los niños se ríen mirando la demoníaca posesión y el aquelarre de los corruptos. Las gotas de aceite del semental se derraman en vano sobre las esféricas nalgas de las sodomitas.


-España-

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