lunes, 9 de noviembre de 2009

MÓNICA TARRAB


CUENTAS

Puntualmente a las ocho, seis veces a la semana, recibe una bolsa con el material para la tarea diaria, y entrega la anterior, con las unidades terminadas, a cambio del pago, según lo pactado.
La jornada comienza cuando Isabel levanta la persiana del taller improvisado en uno de los ambientes de la casa. Afortunadamente entra claridad suficiente durante todo el día. Es primavera. La experiencia le indicó entornar la ventana que está cerca de la mesa, porque una brisa arruinaría todo lo que hasta ese momento no hubiera integrado su forma definitiva.
Trabaja sobre un terciopelo negro que mantiene tensado sobre la mesa, para facilitar la adherencia de las cuentas a la superficie, limitando la posibilidad de que rueden, porque son perfectamente esféricas, con excepción de las blancas, más grandes y de forma irregular.
Primero, las separa por colores, según el orden de enhebrado. Las verdes, las violetas, las de metal plateado y al final las blancas. Se agregan los broches de plata y los pequeños ángeles cincelados en jade. Las dos manos al mismo tiempo, con la habilidad que dan los años del oficio, y ágiles los dedos como si arañaran las cuerdas imaginarias de un arpa horizontal. Clasifica lo que al azar le va acercando, hasta tener los cuatro montones de abalorios, el pilón de broches subdividido en macho y hembra, y el ejército de ángeles recostados. El manojo de hebras transparentes, ya cortadas para una semana de trabajo, espera en una mesita auxiliar. Isabel empieza a armar. Se pone crema en las manos para adherir fácilmente las esferas. Asegura con calor el broche hembra al filamento, luego apoya el índice de la mano izquierda sobre la primera cuenta verde, posicionándola con el dedo pulgar para enhebrarla con la mano derecha. Le siguen la violeta, la plateada y la blanca. Tres veces más en ese orden, y el ángel.
Invierte la disposición de los colores para concluir la otra mitad. Entonces sigue la blanca, la plateada, la violeta y la verde. Cuatro veces. Y el broche macho, afirmado con calor. Queda completo el primer collar de los ciento veinte convenidos. Es tan tedioso todo, que Isabel prefiere concluir lo antes posible, por lo que casi no descansa hasta dejar la entrega lista, al cabo de diez horas. Sólo vuelve a mirar la bolsa con la producción a las ocho de la mañana siguiente, para recomenzar la rutina.
Alguien finalmente pagará por cada gargantilla unas cien veces más de lo que ella recibe. La postura le exige masajes en el cuello, para aliviar los dolores.Tiene consuelo cuando piensa que los ángeles verdes que le traen cada día, son quienes la protegen asegurándole el trabajo durante esta temporada.

1 comentario:

Silvia Loustau dijo...

Excelente narración con toques poéticos, y una realidad que duele.Mis felicitaciones,


Silvia Loustau

Mar del Plata




www.silvialoustau.blogspot.com