viernes, 27 de septiembre de 2019

Carlos Margiotta



Olor a tostadas  
Carlos Margiotta

No me alcanza, nunca me alcanza para llegar a fin de mes. La situación me angustia y la idea de no poder me sumerge en un pantano. Tal vez no debí haber dejado aquel trabajo seguro en el banco y hoy sería gerente de alguna sucursal con un buen sueldo, aunque las cosas cambiaron también para el gremio, la malaria nos llego a todos. Tal vez mi vida es la consecuencia de una cadena de malas elecciones arrojándome a este lugar donde sobreviven los perdedores. De la carta que espero, ni noticias. “Cuando llegue te escribo”, me dijo en la terminal de Retiro apurando la despedida.
Con un correo electrónico en la computadora, sería más fácil, con su respuesta urgente, inmediata, pero, ¿qué haría con la esperanza?, con esa ilusión encendida cada tardecita, cuando vuelvo a casa y camino las tres cuadras custodiadas por dos hileras de jacarandaes estrellados en flores, que alfombran las veredas desde la estación del tren hasta la avenida con su azul desvanecido. Y yo pensando. Pensando en el sobre blanco tirado sobre el parquet, debajo de la puerta, latiendo por ser abierto y desgarrado de un tirón, aliviándome la noche. Esa noche que temo desvelando los fantasmas de ayer. ¿Vendrán a llevarme por la fuerza otra vez?
La veo sentada en el banco de una plaza, la plaza donde empezó todo. La plaza rodeada por la iglesia donde fue bautizada, el edificio municipal, el teatro de la Sociedad Italiana, y varios comercios minoristas como la mercería de Iris, ya viejita, adonde se juntaban con su madre para charlar y tomar unos mates.
Ella escribe una carta, una carta que nunca enviará, como las otras guardadas en el cajón de la mesita de luz. ¿Para qué?. Ni siquiera sabe donde estoy. “Mamá está muy enferma, tengo ganas de quedarme unos días más... te extraño”. Después del viaje empezó a olvidarse de todo, a sentir ajenas todas aquellas cosas que deseaba tanto cuando partió: la ciudad, la gente, el hospital, y sobre todo a Él, a ese hombre con el que se sentía dichosa, plena, capaz de cualquier locura, pero al mismo tiempo sometida.
Es sábado, los muchachos y las chicas salieron a dar la vuelta al perro, como entonces, cuando sus padres se conocieron. Él, paseándose con su uniforme del colegio militar, regresando en su día franco, y Ella, tratando de ocultar esa sonrisa coqueta que aún conserva entre los surcos grises de sus arrugas marcadas por los años y las desventuras. La ronda de los jóvenes continuaba su giro de risitas y miradas, sin el pudor de antaño, cruzando el aire templado del crepúsculo anaranjado, descendido sobre el horizonte de trigo.
Es la hora de la medicina, se dijo, y pasó su lengua por el borde engomado del sobre donde encerró sus palabras, como otras veces.
No soporto los fines de semana sin ella. La cama se me ensancha como la incertidumbre de no saber. En este tiempo trato de hacer algunos trabajos para distraerme: corté el césped, arreglé la pérdida del tanque de agua, pinté el cuartito de atrás preparándolo para su regreso, pero su ausencia vuelve. Mejor dicho su ausencia está presente, lo que vuelve es el abandono con esa sensación de ser desprendido, alejado del lugar amado, entregado por la fuerza a la nada. Me da bronca que se haya ido así, de repente, sin dejar una dirección, un teléfono, sin pedirme, sin necesitarme. Siento celos, me torturo imaginando una traición, y me duele pensar que me esté olvidando. ¿Se habrá cansado de nuestros juegos?.
Camino a casa saludó a José, su novio de la adolescencia, yendo a la misa vespertina con su mujer y los críos. Se detuvo en la farmacia de don Roque, donde por la puertita del costado Imaginó que al entrar a la casa escuchó los quejidos de su madre, llamándola. Se acercó y le acarició la frente, acomodó las almohadas para aliviarle el dolor punzante de la espalda, y estuvo a punto de contarle todo, de hacerle una promesa que le prolongara la vida y el sufrimiento.
Apagó el televisor, eran las cuatro de la mañana y el insomnio lo había atacado de nuevo. Se levantó de la cama y fue al baño para darse una ducha con agua fría como en las épocas de la milicia. Con el toallón verde alrededor de la cintura se paseó un rato por la habitación y salió al jardín. Prendió un cigarrillo agachando la cabeza sobre el hueco de su mano izquierda y miró al cielo buscando la estrella que llevaba su nombre. Allí estaba, parpadeando a lo lejos, y le tiró un beso de humo. Vio pasar a Francisco yendo hacia la fábrica en bicicleta por el camino de tierra, mientras los gorriones empezaban a cantar anunciando la mañana. Repasó las actividades del día y entró a la casa. El olor a pintura del cuartito del fondo le recordó que faltaba darle una mano. Bostezó con el cuerpo vencido y apagó la luz una vez más. Escuchó un ruido a tacitas de café en la casa vecina disponiéndose sobre la mesa, y el olor a tostadas lo despertó como cuando era chico.


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