viernes, 18 de enero de 2019

Marta Becker



                                                       Todos los  jueves   
                       Marta Becker                                   

La conocí en un baile una noche de abril.  No era muy alta, de formas generosas y bien proporcionadas, cabello abundante color caoba que caía sobre sus hombros, rostro ovalado de mentón prominente, nariz aguileña y pómulos marcados. En realidad, me llamó la atención  no porque fuese linda, exactamente, sino por la mirada. Sus ojos, oscuros y profundos, se perdían en una distancia indefinida  y, cuando me miraron, ambos supimos al instante que éramos complemento. Toda ella se envolvía en una nube de misterio. Sus gestos, sus palabras cuando conversamos, su falta de pasado. Desde un principio estableció que no tenía nombre, era una desconocida y así debía mantenerse y mantenerme, en una relación con alguien anónimo y subyugante. Porque me atrapó desde el principio. Estar en su compañía era como tocar el cielo, transportarme, vivir en una nebulosa, algo que nunca soñé me ocurriría, yo, que justamente era rápido para el enamoramiento y más rápido para el abandono. Establecimos vernos todos los jueves. Después del baile nos íbamos a un hotel o a mi departamento, nunca a su casa. Tampoco sabía dónde vivía. Desnudarla lentamente, extasiarme con su perfume, acariciar su piel de seda, sentir que todo su cuerpo se tensaba ante mi roce, abrirse en todo su esplendor y sin negaciones  me cambió la vida. Yo era otro a su lado. Cada encuentro era diferente, con el mismo sabor de la aventura y al mismo tiempo como si nos conociéramos de siempre. Irradiaba una extraña belleza, pero nunca pude interpretar el lenguaje de sus ojos, de su mirada, a veces  alegre, otras de llanto sin lágrimas, impenetrable. Por mi cabeza pasaban mil historias respecto a su vida, y obtenía sólo silencio cuando, sutilmente, la indagaba. Supongo que sus secretos eran parte de su atractivo, que la hacían tan especial. Cierto día estábamos charlando en el bar cuando su expresión se transformó. Perdió color, se le borró la sonrisa y enmudeció. ¿Qué pasa, a quién viste? le pregunté y ante su silencio  yo también callé. Pasé la vista por entre los presentes pero no pude darme cuenta de qué o quién se trataba para que ella cambiara de esa manera. Se levantó de inmediato y con un gesto rápido se despidió. No la volví a ver.
Sentí su ausencia en todo, en el cuerpo, en la mente, en el alma. Se me había penetrado como un vicio. Todos los jueves la esperaba sentado a la misma mesa, impaciente, dolorido e intrigado.
El tiempo cubrió las heridas pero ya nada fue lo mismo. Pasaron diez años y yo seguía fiel a un recuerdo que me mantenía vivo pero solitario.
Regresó un jueves de lluvia.
Había ganado algunos kilos, llevaba el cabello corto y sólo su mirada profunda y misteriosa seguía igual.
Se sentó y comenzamos a conversar como si nos hubiéramos visto la semana anterior. No hice preguntas, me limité a contemplarla como un adolescente embelesado. Pero de golpe sentí que algo se quebró. Se vinieron encima los años de ausencia, la curiosidad ya no tuvo el mismo sabor, mi piel no buscó su piel. Y desperté.  No volví más al lugar.


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