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viernes, 18 de enero de 2019
Juan Marsé
Ayudante de
laboratorio
JuanMarsé
Cierro
los ojos. Intento rescatar, entre la vorágine de 66 veranos vividos, el peor
verano de mi vida. Casi no conservo recuerdos de los cuatro o cinco primeros,
lamentablemente. Pero estoy totalmente seguro de que mi peor verano no se
cuenta entre ellos. Cierro los ojos para ver si entre ese cegador laberinto de
veranos distingo el más penoso, el que se torció, y para mi sorpresa, la
primera pulsión de aquel negrísimo estío me llega a través de los sentidos. De
repente, me invade una ola de calor sofocante y pegajoso, un calor más próximo
y real que cualquiera de los recuerdos que arrastra el sofoco reconocido. Sin
ninguna duda estoy en París, en julio de 1961. Vivo en un hotelucho de pomposo
nombre, en el 19 de la Rue du Pont-Neuf, Hotel Duc de Bourgogne, enfrente de
Les Halles, el vientre de París hoy convertido en delirante galimatías
comercial.Todos los
días cruzo el legendario puente y almuerzo en algún restaurante barato del
barrio latino o en el self-service del Foyer des Etudiants, o simplemente me
compro un cucurucho de patatas fritas. El verano en París está resultando una
pesadilla a ambos lados del Sena, pero estoy dispuesto a aguantar como sea en
espera de un golpe de suerte. Malvivo con algunos francos que me gano dando
clases de español a la bellísima Teresa Casadesus, hija del pianista Robert
Casadesus (ella me inspirará el título de la novela que ya tengo en mente,
Últimas tardes con Teresa) y también al poeta Pierre Emmanuel, que gentilmente
se deja enseñar para echarme una mano: Emmanuel habla español casi a la
perfección. El poeta preside el llamado Congrès pour la Liberté de lal Culture
en el 104 del Boulevard Hausmann, organismo que, por recomendación de Josep Mª
Castellet y Carlos Barral, me otorgó una bolsa de viaje de 1.000 nuevos francos
para visitar París. Pero la bolsa se vació enseguida. Ahora busco un trabajo
con horario regular que me deje tiempo libre para escribir. Busco y busco, pero
no encuentro. Frecuento la Librería Española de Soriano, en Rue de la Seine,
donde a menudo contertulian Tuñón de Lara, Juan Goytisolo, los pintores Díaz y
Ortega, Corrales Egea, Manolo Ballesteros, mi amigo Antonio Pérez, etc.Algunas
noches ceno en casa de Monique Lange y Juan Goytisolo, pero más frecuentemente
me dejo caer por casa de María y Alejo Lluhansí, un joven y animoso matrimonio
de Girona, casi siempre en compañía de Antonio Pérez y Enric Marqués, el
pintor, también de Girona. Rue des Canettes 16,
entre Saint Germain des Près y la Place Saint Sulpice. Formidable
su ayuda, y su compañía, pero el tiempo pasa y sigo sin encontrar trabajo. Me
angustia la idea de verme obligado a rendirme y tener que regresar a Barcelona.
Alejo o Antonio, no recuerdo cuál de los dos, me aconseja acercarme al Institut
Pasteur, 25 Rue du Docteur Roux. Al parecer, allí siempre hay trabajo para
desesperados como yo. En efecto, necesitan un garçon de laboratoire. Me recibe
el jefe de pesonal y seguidamente me envía al mismísimo Jacques Monod, el
eminente biólogo, para que me examine y apruebe mi ingreso, o no lo apruebe...
Entro en su despacho de la planta baja del Institut con el alma en vilo. Monod,
que dirige el departamento de Biochimie Celulaire, es futuro premio Nobel y
autor de un libro, "El azar y la necesidad", que años después la
casualidad querrá que en España lo publique mi propio editor, Carlos Barral.
Secretamente
esperanzado, confiando en que Jacques Monod -un hombre con un gran encanto
personal, muy culto y de mirada inteligente, muy atractivo y seductor- me
acepte sin exigir demasiados requisitos como garçon de laboratoire, una especie
de chico de los recados en los laboratorios, me presto encantado a contestar a
sus preguntas: ¿De dónde vengo? De Barcelona. ¿A qué me dedicaba en Barcelona?
Fui operario de joyería, ahora soy, o mejor, quiero ser, escritor...
Hepublicado mi primera novela en España hace muy poco (aquí, el ilustre biólogo
empieza a mirarme con verdadera curiosidad, y yo diría que también con cierta
admiración, o eso me parece) y Maurice Edgar Coindreau, el famoso introductor de
William Faulkner y de John Dos Passos en Francia me la está traduciendo al
francés y se publicará en chez Gallimard y bla bla bla. Tan asombrado e
interesante se muestra Monod, que me digo: "Ya es mío. Soy el nuevo garçon
de laboratoire". Sigue una larga entrevista que no hace más que aumentar
mi confianza y mi euforia: el puesto es mío. Monod, por su parte, no acaba de
entender que un joven novelista que acaba de publicar su primer libro esté tan
firmemente dispuesto a trabajar de garçon. Le explico que, bueno, yo no vivo
precisamente de rentas, monsieur, aquí en París no tengo trabajo, ni dinero, y
mi intención es quedarme a vivir un par de años en la ciudad y aprender bien el
idioma, etc. Le hablo del famoso pianista Robert Casadesus y del poeta Pierre Emmanuel,
del hispanista Jean Cassou y de su hija Isabel, todos ellos buenos amigos (su
asombro va en aumento, también mi convicción de que el puesto ya es mío) que me
han ayudado amablemente hasta hoy, le digo, pero ahora quiero ganarme la vida
por mi cuenta. Monsieur Monod lo comprende, es más, le parece muy bien.
Finalmente decide dar por terminada la entrevista y me anuncia que va a
presentarme al personal de su departamento. En el pasillo nos cruzamos con el
biólogo François Jacob, que andando el tiempo será también premio Nobel y
director del Pasteur. Monod me introduce en lo que parece una cocina muy amplia
y llena de vapor, donde unas 30 muchachas vestidas con uniforme blanco impoluto
esterilizan toda clase de cachivaches de cristal, sobre todo probetas y tubos
de ensayo y jeringuillas metidas en grandes cazuelas donde hierve el agua. Nada
más entrar el gran jefe Monod, las mujeres suspenden en el acto sus labores y
se alinean hombro con hombro al lado de las calderas. Monod, muy ceremonioso y
circunspecto, con ese ritual tan exquisitamente francés, las saluda con una
elegante inclinación de cabeza. "Va a presentarme, ya está hecho", me
digo. Pero lo que sale de los labios de Monod no es exactamente lo que yo
espero. Dice con su bella y parsimoniosa dicción: "Madame, je vous
presente le candidat a garçon de laboratoire". ¡¿He oído bien?! ¡¿Ha dicho
le candidat?! ¡El candidato! ¡De modo que después de todo, no soy más que un
candidato! ¿0 no es más que otra cortesía verbal típicamente francesa, una,
digamos, licencia poética? Me hundo en una depresión que me dura hasta el día
que me llaman para informarme que, finalmente, el candidato catalán ha sido
aceptado. Han sido siete días de pesadilla, pero al octavo ya estoy trabajando
en el Pasteur con Jacques Monod y François Jacob; me levanto temprano y trabajo
duro, pero antes de las cinco de la tarde ya estoy libre y de vuelta al barrio
latino. Me pagan 640 nuevos francos con 17 céntimos al mes, y tengo tiempo
libre para leer y escribir el primer esbozo de lo que será Últimas tardes con
Teresa. Es septiembre y ya no siento calor. Creo que ha terminado el peor verano
de mi vida.
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