miércoles, 25 de octubre de 2017

Javier Madeo


                                 El presidente  
                                                    Javier Madeo

Habían transcurrido un poco más de cinco años, siete meses y dieciocho días cuando volvió a encender un cigarrillo. Aquella sabia y sana decisión de abandonar el hábito de fumar concluía en un instante desesperado y en medio de un desorden matrimonial incomprensible. 
Maldijo la primera pitada y tosió. Volvió a pitar y a toser más fuerte. Mientras, sus pulmones se volvían resistentes e intolerantes hasta entregarse, al humo intoxicante que aparecía como en otras décadas. Décadas de días y noches interminables. De pensamientos profundos, puntos finales y de imaginar lo desconocido. También la muerte.
Se paró frente a la ventana, observó las sierras cercanas y las más alejadas, aquellas que parecen un pellizco de Dios a la tierra, al valle verde silencioso y al cielo celeste. ¿Quién apostaría por un día así luego de semejante lluvia?
Las nubes, navegantes sin destino, pintaban otro cuadro en matices blancos y grises diluidos a veces por el sol.
Luego de arrojar el filtro del cigarrillo miró hacia el comedor. Vio la puerta de calle entreabierta, una silla tirada y una copa de vidrio desintegrada sobre el suelo en mil pedazos. En la mesa aguardaba una hoja blanca y sobre ella una lapicera, perpetua como un caracol en la arena.
 Miró nuevamente hacia las sierras y contempló la naturaleza esperando que le devuelva una idea, sólo una, para poder comenzar. Se sintió pequeño, insignificante y tal vez miserable.
Un auto se detuvo para que el conductor de una familia preguntara por la calle Los Almendros. Turistas, pensó. Sigan hasta donde comienza el asfalto, respondió.Otra vez la ansiedad por escribir su discurso antes de que regrese Medea, lo alteraba al punto de volverse una tortura en su mente, casi una locura. 
Caminó de un lado hacia otro, en círculos, entrando a todos los ambientes. En su dormitorio se detuvo frente al espejo. Se miró y sonrió. Practicó gestos levantando de distintas formas los brazos, creyendo que lo aclamaban. Primero uno y luego el otro y después los dos juntos como abrazando a la masa durante veinte minutos. Sonrió y lloró, volvió a sonreír y a llorar desconsoladamente.
Sí, antes mencioné a Medea. Medea Febra Roncini, hija de italianos.
Una vez su padre escuchó en el aeropuerto a un griego llamando a sus hijas: Medea y Febra. Nombres que guardó en su corazón y los descubrió cuando nació quien hoy es o era su esposa. Una mujer bellísima, inteligente y distinguida, pero agotada. Necesitó ayuda.
Él, creyó haber vivido otro de esos ataques de angustia que comúnmente le daban a diario sin entenderlos. Pronto volverá, pensó.
Desde el dormitorio caminó por el pasillo y retornó al comedor. Se sentó a la mesa y tomó otro cigarrillo del atado. Lo encendió y comenzó a fumarlo mientras en su mente divagaban las palabras mas convincentes que luego elegiría para seducir a la multitud. Intentó unas frases pero no se conformó. Las tachó una y mil veces hasta romper la hoja con la punta de la lapicera. Enloqueció. Se levantó y tiró la silla, otra más. Sacó del modular su whisky y bebió sin prejuicios hasta no soportarlo más, hasta ponerse colorado, y volvió a toser cada vez más fuerte, ahogándose prácticamente en el ardor del alcohol. Maldijo a su madre por haberlo parido, a ustedes y a mí. Miró la botella y no tuvo piedad, la reventó contra el suelo. Más vidrios sobre el parquet.
Retornó a la habitación casi arrastrándose. Pensó en su mujer y luego la llamó gritando hasta que frente a la cama y sin alternativa se dejó caer boca abajo y con los brazos estirados hacia delante. Sus ojos enrojecidos comenzaban a cerrarse y mientras se quedaba dormido sólo se oyó  que alguien pisaba las ebrias astillas y murmuró: " Les digo que se cree el presidente". 



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