jueves, 20 de febrero de 2014

Paula Meldi



LAS OCAS  Paula Meldi

Durante la segunda guerra mundial, mis padres me enviaron a la casa paterna de mi madre, en un pueblito que no presentaba intereses bélicos. Pensaban, de esta manera, sustraerme al stress que los frecuentes bombardeos producían, y que ellos,  por cuestiones del diario vivir, debían soportar de todas formas. 
  La espaciosa granja estaba situada en un entorno de colinas cultivadas con viñedos. En el valle que se formaba, abajo, yacía el clásico pueblo: plaza, iglesia, municipio, colegio, pequeño centro comercial.

El rey Víctor Emanuel III, había firmado la rendición de Italia a los aliados en 1943; el ejército italiano había quedado disuelto. Los numerosos jóvenes que lo formaban, se habían visto en la necesidad de volver a sus hogares como podían, la mayoría de las veces, caminando. Italia había quedado dividida: en el norte, ocupada por ocho divisiones de alemanes, Mussolini había declarado la República de Saló y en el sur, los aliados habían avanzado hasta aproximadamente la mitad (línea Pisa, Florencia, Rímini)  donde los alemanes resistieron tenazmente (1944).

Se había organizado la Resistencia en contra de los fascistas y alemanes, y muchos de los ex soldados se unían a ella voluntariamente. Por ello en las campiñas los alemanes organizaban pesquisas, buscando a los ex soldados para enrolarlos, por la fuerza, en tácticas o tareas militares cuyo destino era desconocido. Se supo después de la guerra que muchos habían sido enviados a Alemania a campos de concentración, y puestos a trabajar en fábricas de armamentos.
 Se encontraban  en la granja dos primos míos ex combatientes, que luego de la experiencia vivida, deseaban sólo paz.
 Efectuaban trabajos en los viñedos, lo que les permitía mantenerse semiocultos.
 Entre los numerosos animales de la granja, había una bandada de ocas, cinco o seis, que vagaban libremente por el patio de maniobras. Yo les tenía un poco de temor, pues, por resultarles desconocida, cuando me veían, rompían a graznar y si me acercaba mucho, echaban a correr tratando de picotearme. Este mismo proceder se repetía cada vez que, por la ruta que ascendía la colina y desembocaba directamente en el patio de maniobras delantero de la granja, divisaban a lo lejos algún vecino que se acercaba. Siempre eran ellas las que daban el aviso para que los perros familiares salieran a la carrera. Estaban perfectamente sincronizados: ellas graznaban y ellos salían corriendo.
 Mis primos, para evitar ser individualizados por los alemanes, no se alejaban de la granja. Un día, cerca del atardecer, escuchamos unos estrepitosos graznidos, quizás hasta más intensos que de costumbre. Miramos hacia la ruta y allá, aún lejos, divisamos un vehículo que no podía ser otro que militar, pues en esa época eran los únicos que tenían nafta para circular. No había dudas: ¡eran alemanes!
 Mis dos primos corrieron a esconderse en el altillo donde se guardaba el heno para los animales. Había unas parvas muy grandes que llegaban casi hasta el techo. Se ocultaron debajo del heno, a una cierta distancia uno del otro.  
 El oficial alemán preguntó, evidentemente informado del paradero de mis primos, con bruscos y amenazantes gestos, dirigiéndose a mi tío. Mi tío contestó que sí, que los dos habían vuelto unas semanas atrás, pero no se habían quedado, se habían dirigido hacia las montañas cercanas. Mientras tanto, las ocas no cesaban de graznar. Los militares, evidentemente enfurecidos, pesquisaron toda la casa: habitaciones, sótano, granero, establos, los atados de paja bajo el tinglado que desplazaron uno por uno. Por último se dirigieron hacia el altillo. Mi tía se puso pálida; hacía mucho que no me tocaba ver una mirada así de triste. Pero se contuvo.
 Los dos soldados calzaron las bayonetas en los fusiles y subieron por la escalerilla. Pisaban el heno mientras hundían las bayonetas bien profundo hacia el piso. Si los golpes propinados por las bayonetas hubiesen encontrado y herido alguna parte vital del cuerpo de los que buscaban, el resultado podría haber sido mortal.
 Finalmente, los alemanes bajaron y volvieron al patio; las ocas seguían graznando alrededor del vehículo. Uno de los militares aprovechó la bayoneta desenvainada para atravesar a la oca más cercana y se la llevó alzándola cual trofeo. Subieron al vehículo y se fueron sin una palabra más.
 En cuanto vimos que se habían alejado, todos muy asustados e inquietos, nos dirigimos al altillo. Mis dos primos ya habían salido de la parva de heno, pero uno de ellos se sostenía una mano que sangraba copiosamente. Había sido atravesada por la bayoneta. No sabía cómo había logrado no proferir el grito de dolor que hubiese revelado su presencia. El otro, muy asustado y temblando, estaba indemne.
 Y así la bandada de ocas se hizo famosa en el pueblo: ¡habían salvado la vida de dos jóvenes!
 Tiempo después, en la secundaria, en el estudio de historia romana, nos topamos con el capítulo de las “Ocas capitolinas”. No pude menos que entusiasmarme con la historia, al aprender que en el año 369 A.C., las ocas que estaban consagradas a Juno, en el templo de la colina del Capitolio de Roma, salvaron a los romanos de las tropas galas, que habían atacado amparándose en la noche. Graznaron tan estrepitosamente que despertaron a los defensores. “In memoriam”, todos los años se efectuaba una procesión al templo de Juno, con una oca acicalada y consagrada.
 En una reflexión relámpago, más actual, me pregunté:¿ no será que a partir de entonces los “galos” le tienen tanta inquina a las ocas, que han ideado utilizar su hígado para hacer el “paté de foie gras”?


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