jueves, 21 de junio de 2012

ANA LÍA LAGUZZI



SECRETO

La encontré por casualidad. Había decidido que el viejo piso de madera del placard necesitaba limpieza. Al frotar las tablas con un trapo, sentí que una de ellas estaba floja. Noté entonces que no se apoyaba sobre una superficie lisa. Algo debajo no permitía que se asentase del todo. Probé levantarla. Así fue como la encontré. Una llave chata, de cabeza cuadrada. Parecía pertenecer a una puerta. ¿Pero qué puerta? La casona tenía muchas. ¿Y por qué esconderla?
El hallazgo despertó mi curiosidad. Empecé a fantasear. Quizás haya un cuarto secreto… La casa había pertenecido a mi tía Isabel. Yo acababa de heredarla. A mis primos no les había hecho gracia que me la hubiese dejado a mí, pero se resignaron. De todas maneras, ella no los olvidó en su testamento. Aunque sin duda yo había sido su sobrina favorita, el legado me sorprendió. Siempre pensé que la compartiríamos entre todos sus sobrinos.
Isabel, la mayor de cuatro hermanas, había vivido en la casona de Villa del Parque desde que se casó. Enviudó joven y sin hijos. Jamás quiso dejar el que fuera su hogar de recién casada. Mujer seria y competente, se dedicó a trabajar como profesora de idiomas y a viajar por el mundo. La casa estaba repleta de artículos comprados durante sus travesías. Yo los encontraba fascinantes y solía hacerle preguntas acerca de los lugares de donde provenían. Ella siempre tenía tiempo para satisfacer mi curiosidad con entretenidos relatos. Creo que eso fue lo que contribuyó a establecer un lazo especial entre nosotras.
Tengo una vaga memoria del que fuera su esposo, un señor con bigote que visitaba mi hogar con frecuencia y me traía regalitos. Mamá lo quería mucho, decía que era su cuñado preferido porque estaba siempre de buen humor y se llevaba bien con todo el mundo. Su repentina muerte en un accidente automovilístico afectó mucho a la familia. Todos recordaban con cariño su envidiable alegría de vivir.
Después de pensarlo bastante decidí poner en venta la vieja casona. Era demasiado grande y costosa de mantener. Varias veces probé la llave en todas sus puertas, pero no había caso. Aunque no se lo confesé a nadie, busqué infructuosamente indicios de un cuarto secreto. Tuve que resignarme. Quizás ni siquiera había pertenecido a mi tía, a lo mejor la habían olvidado en el placard los propietarios anteriores.
Mientras esperaba un comprador, fui vaciando de a poco su interior. Regalé muebles y adornos a muchos familiares que estaban interesados y vendí lo que pude. Para mí reservé varios recuerdos de viaje, inspiradores de los relatos que tanto disfruté en mi infancia. También decidí llevarme un hermoso armoire de roble que la tía tenía en su dormitorio. Era muy pesado. Fueron necesarios tres hombres fornidos para moverlo y cargarlo en el camión de mudanzas. Entonces vi una pequeña caja fuerte empotrada en la pared sobre la que había estado apoyado. Mi corazón se aceleró. Esperé a estar sola y fui en busca de la misteriosa llave. Tal como lo presentí, entró con facilidad en la cerradura de la caja.
De pronto tuve miedo. No me atrevía a abrirla. No seas tonta - me dije - ¿qué creés que vas a encontrar?  La llave giró con la dificultad que causa la falta de uso. ¡Quién sabe cuanto tiempo había pasado desde que tía Isabel la abriera por última vez! Nunca hubiese podido mover el armoire ella sola. Dentro había un manojo de cartas. Claro - pensé con ternura - las cartas de amor de su adorado marido… No debería leerlas. Las dejé sobre una mesa. Cada tanto las miraba. No me decidía a hacerlo. Tampoco a destruirlas. Al fin pensé que a ella no le molestaría que lo hiciese. ¿Acaso no había compartido sus relatos conmigo? Mi naturaleza romántica se impuso. Me senté en un sillón junto a la ventana que daba al jardín y comencé a leer.
Varias horas más tarde seguía sentada allí, con las cartas esparcidas en mi falda. Una mujer casada se las había escrito a su amante, el marido de Isabel. Supe del amor que los unía y de la culpa que ambos sentían, sobre todo ella. "Perdonáme - le decía - perdonáme, pero no tengo fuerzas para hacer esto. No me lo pidas más. Ni siquiera la vida que hemos engendrado juntos lo justifica. Siempre podrás vernos, a la niña y a mí. Pero lo nuestro no puede continuar. Se acabó".
Las cartas no estaban firmadas. No importaba.
La letra de mi madre es inconfundible.  

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