lunes, 18 de enero de 2010

MARISA PRESTI


TANGO

Las mejillas le colgaban como a un perro Bulldog. Me pareció patético, podía sentir el olor a tabaco rancio que se desprendía de su boca, de labios gruesos, que parecían abrirse a un ritmo regular. No presté atención a lo que decía, mis manos tomaron el vaso y lo hacían juguetear sobre el mostrador. En ese momento creo que dijo algo sobre el wisky. Levantó la mano para llamar la atención del barman. Era una mano rústica, de dedos gruesos y cortos. Pensé que debía haber mucha fuerza contenida cuando se cerraba en un puño. Quiso convidarme otra copa, me negué, ya había bebido bastante. Lo mejor era irme. Apoyé una pierna sobre el piso y él me tomó del brazo. Sentí el áspero roce de su saco de tweed, nada amigable, más bien raspó mi piel como un enemigo. No se vaya todavía, dijo con voz ronca, usted es mi inspiración. Quise reirme, pero no lo hice. Su voz me hizo evocar el ruido caótico de una estación de trenes, silbatos y hierros entrechocándose en medio de gente apurada. Pero, ¿adónde iban los trenes? No lo sabía, siempre me atemorizaron las grandes estaciones, me perdían de mí misma, llegaban a disolverme entre la masa anónima. ¿En qué piensa?, ahora lo dijo con una voz más suave, había cambiado el tono y me pareció que el tren se detenía. Esquivé la respuesta, sus ojos me indagaban y le sostuve la mirada con cierta impertinencia. El Bulldog tenía unas ojeras profundas, caídas también, pero si se resistía el rechazo llevaban a unos ojos de un brillo inusitado, como si el alma hubiera pedido socorro para salir de allí. Volví a acomodarme en el asiento, rozó mi mano sin que lo quisiera y sin embargo no la retiré. Pensé que debía ser un operario, un albañil, alguien que había trabajado fuerte y duro con las manos. Dijo que era médico, pero no le creí. Llevó una mano a la cabeza, como si se sacara una mosca. Su calvicie era total, apenas a los costados conservaba algo de pelo entrecano, levemente enrulado, que disimulaba un poco las orejas puntiagudas.
Se levantó para ir al baño, observé su baja estatura, sus hombros anchos y un caminar inseguro que lo inclinaba hacia ambos lados del pasillo. Quizás era el alcohol, no lo sabía, pero sin duda era mi oportunidad para irme. Abrí la cartera, me retoqué un poco los labios y lo vi venir por el espejo como una locomotora gastada. Tenía miedo de no encontrarla, dijo agitado. Realmente estaba por irme, contesté con decisión. ¿Puedo pedirle algo?, preguntó con cierta humildad.Me encontré bailando contra su saco áspero, envuelta en un aroma de colonia barata, fuertemente sostenida por los brazos musculosos mientras desgranábamos un tango sobre el piso de madera opaca. Sus pasos, ágiles, sorprendieron a mis piernas. No imaginé en ese hombre otra destreza que la pasividad, pero su mano en mi cintura ordenaba con decisión cada paso, cada giro. No sentí olor rancio cuando acercó su cara a la mía, un hormigueo reconocible me invadió cuando su piel áspera volvió a rasparme... Respondí a sus marcas con habilidad, hasta que me olvidé de todo. La música me envolvió en un paquete de emociones En la vieja estación de ferrocarril me vi fuertemente agarrada de la mano de mi padre.

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