viernes, 11 de diciembre de 2009

JUAN CARLOS DE ROSA



TRESCIENTAS SESENTA Y CUATRO

Como todas las mañanas, María Roggero se miró al espejo de su baño.
Ese seis de abril se miró, sin poder evitarlo, de un modo diferente. Ese seis de abril en que cumplía sus cuarenta años.
Sus ojos observaron a sus ojos. Acercó su cara al cristal, como si quisiera confundir ambas caras en una, la suya y la reflejada.
Algunas arrugas, que ya no eran simples insinuaciones, agrietaban su piel y su alma.
Palpó sus senos. Los sintió irrealmente flácidos. Pasó su mano por el vientre y la cintura.
Las huellas de la maternidad se expresaban en ese malquerido abdomen. Este verano se vería obligaba a abandonar la bikini.
No quiso mirarse más. Se odiaba a sí misma. A sí misma, a la televisión y a las revistas que sólo consideraban mujeres atractivas a las de pocos años y pocos kilos, a las de cuerpo y cerebro flacos.
También sintió que odiaba a Roberto, su marido. Por sobre todo sintió rencor hacia los amigos de Roberto. Esos idiotas que todos los domingos, en los almuerzos del club, dedicaban su tiempo a relatar cuentos procaces y a hablar de Valeria Mazza con la íntima familiaridad de los amantes. ¡Si al menos la hubiesen visto alguna vez! Miraban y más miraban, descarada y abiertamente, a cuanta chica pasaba, para que los vieran mirar, para sentirse bien machos, fornicadores oftálmicos, mientras sus mujeres aterrorizadas por la edad, la celulitis y la dependencia económica debían soportar el ultraje y la profanación de su respeto.
Maldijo los cuarenta, maldijo al seis de abril, se pintó como pudo, terminó de vestirse y salió a la calle. A repetir la otra rutina, la del trabajo.
Su única esperanza era la bruja. Le había tirado las cartas y le anunció que su vida iba a cambiar a partir de los cuarenta. Siempre acertaba. Había adivinado el sexo de sus dos hijos, el ascenso de Roberto, cuando lo hicieron gerente, el inesperado noviazgo de su prima Mirta. Nunca se había equivocado.
Pensando en todo esto llegó a la esquina de Sarmiento y Cerrito dispuesta a cruzar la Nueve de Julio.
-¿Cruzamos juntos? - le preguntó una voz masculina.
Hacía mucho tiempo que un hombre no se le acercaba, de esa forma. Sintió vergüenza y una especial turbación. Apenas pudo observarlo.
Una mirada de reojo le bastó para apreciar que era alto, espigado, que tendría no más de treinta años.
-¿ Por qué no?-, respondió.
Él la tomó del brazo y permaneció inmóvil.
María comenzó a cruzar. Una sonrisa imposible de esconder escapaba de su boca. Al fin y al cabo más de una había formado pareja con un tipo mucho más joven. Las arrugas y la obesidad importaban a los maridos y a los viejos. Pero los jóvenes buscan otra cosa, quieren cariño, mujeres que se ocupen de ellos, serenidad y protección.
Al llegar a la mitad del cruce él tropezó y se tomó firmemente de la cintura de María. Ella sintió temblar sus piernas y endurecerse mágicamente las puntas de los pezones. Iba a estallar su corpiño. Hacía años que no sentía algo igual.
Hubiera querido no llegar nunca a la vereda de Carlos Pellegrini.
Allí el brazo derecho de Aníbal, nombre que él había dado cuando ella le hizo la pregunta de rigor, soltó su cintura.
-Aquí me quedo. A lo mejor mañana volvemos a cruzar juntos -. Inmediatamente se puso a extraer de una pequeña valija una silla portátil, un bastón blanco extensible, ballenitas, agujas e hilos.Ella partió. Con disimulo, mientras algo de sol transgredía la vereda par de la calle Sarmiento, se palpó los senos. Sintió ganas de llorar, pero, pensó, que al fin y al cabo, trescientos sesenta y cuatro días le quedaban a sus cuarenta. Trescientas sesenta y cuatro oportunidades más para el cumplimiento de la profecía de la infalible bruja.

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