viernes, 8 de agosto de 2008

ALICIA CHILIFONI

LUZ Y SOMBRA

Para el calor de hoy, que anuncia tormenta, el jardín no alcanza. Reviviendo la antigua costumbre caída en desuso, voy hacia la vereda con reposera, termo, mate, yerba y puchos, los que deben avanzar al mismo tiempo que yo.
Es noche ya, pero el barrio está muy luminoso. Me acomodo en un lugar oscuro, tras uno de los tres viejos paraísos que están tan tupidos como siempre en enero.
Desde aquí veo la calle de tierra, iluminada, primero por una luna redonda y enorme, con su cara tan boba como siempre, como cuando nos acompañaba desde la estación de trenes hasta mi casa de Pérez al regresar de Rosario, de visitar a la nona María; después por los focos del alumbrado público; algo más allá, veo la ruta 3, tan entrañable, que en otros tiempos llevó mi vida hacia Neuquén, y más tarde a Santa Cruz, y que ahora me tiene aquerenciada a su vera, haciéndome bromear con eso de que soy santafesina de nacimiento, neuquina por adopción, y bonaerense por desgracia, aunque a esta altura ya siento como si yo no hubiera vivido todo eso, como si lo hubiera soñado, o lo hubiera vivido otra persona, mientras yo imaginaba cosas desde siempre al amparo de la sombra cómplice del árbol fatigado.
Las luces de la hilera inacabable de vehículos que la recorren en ambos sentidos, que es lo que en realidad veo y me permite adivinar la ruta, aparecen interceptadas de trecho en trecho por los cardos del descampado de la esquina.
Un par de metros a mi izquierda, un vecino quema pasto y ramas secas para ahuyentar a los mosquitos con el humo. Las llamas se agitan al ritmo del chisporroteo, con la magia del fuego, que atrae, hipnotiza, con sus fantasmas naranja flúo.
Y enfrente, justo enfrente, un rectángulo de luz, nada original, luz doméstica, igual a tantos miles: es la ventana de la casa de Lucy, la menos rimbombante de las luces que veo, la más común, la más simple. Sin embargo significa que allí está Lucy, viendo la tele como siempre a esta hora. Entonces me siento acompañada, aunque ella esté en su casa y yo en la mía, porque no somos muy de visitarnos. Pero yo sé que está, como las tantas veces que la necesité. Y ella sabe que yo estoy.
En más de veinte años de conocernos, se nos fue haciendo costumbre, poco a poco, contarnos lo muy lindo y lo muy feo que nos pasa. Y el sólo hablarlo nos hace bien, nos alivia.
Por diferentes razones, ambas quedamos sin compañero, y eso nos hace todavía más afines, nos comprendemos con pocas palabras y mucha emoción cuando hablamos en serio, con carcajadas cuando bromeamos, con alborozo cuando cruzamos con el plato que es un búmerang, que va con bizcochuelo o pastelitos, y vuelve con empanadas o con el locro más glorioso que se pueda uno imaginar.Si hubiera huelga de luna, de faros, de focos, de fogatas, no me preocuparía. Pero, aunque se cortara la luz y tuviéramos que arreglarnos con una proletaria vela, el cuadradito de luz de la ventana de Lucy, que no me falte, porque entonces me sentiría desvalida, desorientada; entonces sí que estaría realmente a oscuras, aunque brillara la luna.

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