viernes, 6 de junio de 2008

MARISA PRESTI

HUESOS

Desde temprano, Silvina supo que los nervios le iban a jugar en contra. Se dio cuenta al servir el café, cuando sus dedos temblorosos lo derramaron sobre el plato y tuvo que tomarlo apurada porque no estaba segura de poder sostener el pocillo. Se había levantado temprano, pero la ansiedad que sentía en todo el cuerpo la obligó a tomar la cartera y un abrigo, junto con los lentes de sol, y abrir la puerta de calle antes de lo pensado.
Podía tomar el subte, a esa hora seguro que viajaba tranquila, apenas eran unas cuadras. Cuando llegó, sus piernas no se detuvieron, como si caminaran más allá de su voluntad siguieron llevándola cuadra tras cuadra. El aire fresco de la mañana despeinó su cabello rojizo y un mechón rebelde se obstinó en caer sobre sus ojos. Pensó que a veces era mejor no ver bien; la realidad, como la que ella iba a enfrentar hoy, podía ser demasiado dura. El mechón siguió cayendo, pero algo la llevaba para adelante a pesar de chocarse dos o tres veces con alguno que venía en dirección contraria.
Caminó hasta que los pies empezaron a quejarse. Miró la altura, sin darse cuenta había avanzado más de treinta cuadras, ahora sólo le faltaban tres. La certeza de esa cercanía tan temida aflojó sus rodillas, como el día en que Roberto Isaure le dijo Con una muestra de sangre podemos tener una seguridad del 89%. Habían pasado dos meses desde aquella mañana en que sintió el pinchazo en su brazo y un dolor en el corazón. No se animó a mirar la jeringa que se fue tiñendo de rojo, cerró los párpados preguntándose una y otra vez si todo eso serviría para algo.
Necesitamos mucha gente como vos, solos no podemos hacer nada. Las palabras del doctor Isaure, jefe del equipo argentino de antropología forense, la hicieron sentir menos inútil. Quizás, tantos años de sufrimiento, podrían hoy servir para algo. Isaure le habló de la importancia de contar con un banco de sangre para tantos restos óseos sin identificar. Huesos sueltos, pensó Silvina, huesos abandonados, sin carne que sostener ni destino donde descansar. Le pareció que los huesos se movían solos, iban y venían por su imaginación tratando de armar un esqueleto, pero siempre faltaban dos, o tres, o cuatro. Y volvían a moverse, chocándose unos con otros, peleando por su identidad negada. Sintió pena por esos huesos huérfanos de todo, abandonados al anonimato.
Se paró en una esquina. De lejos, vio la puerta que temía traspasar. La gente iba y venía ajena al drama de los huesos sin nombre, ajena al pasado, con la única preocupación de no pensar. De no saber más, de no revolver, como decían algunos.
Ella hubiera querido hacer lo mismo, pero ya había tocado el timbre y solo tuvo que empujar un poco la puerta para subir la larga escalera que llevaba a la recepción. Pase, el doctor la está esperando. Un largo pasillo y el apretón de manos. La invitó a sentarse. Roberto Isaure era un hombre cálido, afectuoso en el trato, con una sonrisa tímida que parecía estar dibujada en su rostro. No le costó mucho adivinar el estado de ánimo de Silvina, la lucha en la que estaba comprometido le había obligado a intuir las tormentas interiores, a respetar silencios y a callar, cuando era necesario.
Cuando él empezó a hablarle, Silvina sintió que un montón de huesos se amontonaban en su falda. Caían uno detrás del otro, con fuerza, agresivos.
Levantándose, gritó de repente Quiero sólo los de mi padre. Isaure la miró sorprendido, se quedó unos segundos en silencio, y acercándose a ella dijo con voz suave: Era lo que te estaba diciendo, Silvina, ninguno de estos restos corresponde a los de tu papá.

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