viernes, 6 de junio de 2008

FRANCISCO D. GONZÁLEZ


FRANCISCO, MANUEL, EL PATO, EL VINO Y EL ESCOTE DEL FIN DEL MUNDO

Como una cometa morada caía la noche en las calles empedradas de Toledo. Era un viernes de Julio de 1820, y luego de una intensa jornada de trabajo, con todo el cansancio de la semana y con el hambre haciendo estragos en sus vientres, Francisco y Manuel, el uno herrero y el otro labrador, cruzaron la puerta de la antigua taberna y se sentaron a una mesa cerca de la ventana. El lugar estaba en penumbras y no tardó en aparecer la moza que saludó haciendo una reverencia, tratando a sus clientes como a verdaderos príncipes. Francisco correspondió el saludo y se sintió muy halagado, pero Manuel ni siquiera sonrió porque lo tomó como una burla.
Con un tizón la mujer encendió las doce velas del candelabro que estaba en el centro de la mesa. Solo entonces los hombres pudieron observarla mejor. Era bella, muy bella. Sus largos pelos rubios caían por los hombros como una cascada de oro. Delgada, de piel blanca y unas pecas decorando sus mejillas. Pero lo que más les llamó la atención fueron sus senos inmensos y el escote pronunciado que los conducía, como caballos ebrios, desbocados, hacia la locura. Eran ciertamente distinguidos, graciosos, y se balanceaban al compás, como dos péndulos del infierno. Se quedaron absortos, perturbados, impresionados...
-¿ Qué les apetece, caballeros?
Los amigos se miraron sin saber qué responder.
-La verdad es que nos crujen las panzas- Francisco rompió el silencio con la gravedad de su voz. -
-¿Qué puedes traernos para matar las hambres que nos tienen a mal traer?
Ella les recitó el menú del principio al final, y mientras los trabajadores sudados pensaban y se decidían, se fue a atender a otros comensales. Manuel rumeó sus pensamientos y al cabo eligió un pato a la naranja. Francisco había pensado en un pollo, pero su amigo logró convencerlo para compartir el plato.
La mujer les dijo que se iban a tomar su tiempo en prepararlo. Y ya que tenían tanta hambre les sugirió una picada. Entonces pidieron papas a la provenzal, jamón, aceitunas y vino.
Hablaron y hablaron de labores, de mujeres, de hijos y de caballos. Pronto llegó una fuente de papas y una tabla con una pata de jamón. Llegó también una canasta de pan, dos vasos, un cuchillo. Cada vez que la mujer se inclinaba para dejar la mercadería, sentía sobre sus carnes, los ojos lívidos de la desesperación.
Desde la cocina llegó un griterío y pronto atravesaron la taberna en absurda procesión, un pato que se había escapado del filo de una cuchilla, la cuchilla que lo seguía y era empuñada por el cocinero, otro cocinero que venía detrás. La moza se unió al cortejo, y los amigos también persiguieron al pato que emitía terribles graznidos. Fue Francisco quién lanzó el cuchillo que llevaba en su cintura y terminó su vuelo mortal sobre el lomo del ave pronta a ser devorada.
En un instante el cocinero que jadeaba retorció el cogote, y, muy agradecido, sacó el cuchillo del lomo, lo limpió en su falda y se lo devolvió. La moza fue a felicitarlo.
Henchido, el hombre volvió a sentarse. Sonreía como un niño.
No tardaron en llamar otra vez a la moza que iba y venía con su bandeja.
-Las papas están muy ricas, pero les falta sal- dijo Manuel.
Ella metió la mano en su escote y sacó un pequeño salero que le entregó en la mano. Se miraron emocionados. Y de tanta emoción salaron a trote y moche. Y tanto y tanto salaron, que tuvieron que mitigar la sed bebiendo largos sorbos de vino.
Quisieron retomar sus conversaciones pero de pronto se encontraron llamando otra vez a esos senos que los cautivaban.
-¿Sería tan amable de ponerle a las papas un poco de orégano?
-Sus palabras son ordenes, señor.
La mujer buscó y rebuscó en su escote y sacó un diminuto frasco que dejó arriba de la mesa.
-Es orégano bien fresco, yo misma lo he cortado de la planta la semana pasada.
-Gra, gracias- dijeron a coro contentos con Dios, con la vida, con la noche, por haber dado con esa taberna y con esos senos como alacenas.
Francisco intentaba contarle a su amigo de la visita insólita que un marqués de Valencia le había hecho en su herrería. El marqués era un hombre muy celoso, y cada vez que dejaba su palacio, no podía dejar de pensar en su esposa a quién creía libertina. Andaba por esas tierras por asuntos de negocios y había traído las ropas que usaba la infiel. Había traído todas las medidas de sus talles, para hacer, como en la antigüedad, un cinturón de castidad.
-Veo que te has olvidado las aceitunas- dijo Manuel cuando la mujer pasó a su lado, interrumpiendo de cuajo la historia de su amigo. Historia en que no había podido prestar ninguna de sus atenciones. Muy sumido estaba en ese escote que traía la frescura del mundo. "Como dos naranjas" pensó- "Como dos pomelos rosados balanceándose en la rama por los caprichos del viento"
-Perdón, no es que me he olvidado, es que este pato desgraciado me ha demorado los pedidos. Más hace un rato fui a buscarlas y espero que no se ofendan por haberlas guardado en este cofre- Hundió la mano en el escote y sacó un puñado de aceitunas que dejó al lado de la jarra. Luego sacó otro puñado y se fue a la cocina.
Cuando Manuel comió la primer aceituna notó que estaba caliente, notó además que le temblaba la mano. La saboreó lentamente. Francisco contó las que había en la mesa. Eran quince. -Siete te corresponden a ti porque ya te has comido una. Ocho son para mí.
Manuel estuvo de acuerdo. Vamos a separarlas ya mismo para que no halla confusión. El hombre tomó dos aceitunas y comenzó a distribuirlas. -Una para ti, una para mí- pero terminó el conteo abruptamente cuando fue golpeado por la mano de Francisco.
-No quiero que toques mis aceitunas- Escogió las ocho que le correspondían y las llevó cerca suyo, al lado de su vaso.
Manuel cortó el pan y comenzó a cortar el jamón que comieron mientras tomaban el vino, hablaban de bueyes perdidos y miraban a la moza que iba y venía, perturbándolos sobremanera.
La noche transcurría lenta y ociosa. El ansiado pato llegó tendido boca abajo en una bandeja de plata, y terminó su destino final arriba de la mesa.
Manuel pidió más vino y brindaron por la noche, por la amistad, el pato y los pechos. Comieron y bebieron como si fuera la última vez. Comieron como desaforados, como animales. A cada rato llamaban a la moza para pedirle más sal, más orégano. Para pedirle pimienta, perejil, ají molido, tomillo, salvia y cuanto condimento se les ocurría. Ella tenía en su pecho una verdadera huerta y muy solícita iba y venía como una gacela en un bosque nocturno.
Los amigos tuvieron que beber jarras y más jarras de vino para apagar ese calor que, como brasas, habían encendido los picantes en sus lenguas.
La medianoche los encontró completamente ebrios. Completamente sedientos y ávidos de vino. Sin que lo pidieran ella les trajo la cuenta y protestaron porque habían perdido la noción de lo que comieron y sobre todo, de lo que bebieron. Por suerte o por desgracia, llevaban la paga de la quincena, y billete a billete, tuvieron que dejar todos sus dineros, hasta las últimas monedas que rasgaron de los bolsillos.
Regresaron a su casa tomándose de las paredes, alegres, tristes, pobres, excitados.
Nunca más volvieron a esa taberna.

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