lunes, 4 de febrero de 2008

LULÚ COLOMBO



LA RECETA DE BUENAVENTURA

Nueces sinuosas como los caminos del amor. Doradas como aquel atardecer en el barco donde un hombre elegante hablaba quedamente a tu hermana que roja de vergüenza retorcía un pañuelo de frivolité. No escuchabas las palabras que la brisa llevaba hacia ti y allí en el bol estaban las nueces esperándote. Habías vuelto de viaje para la Navidad y ésa era especial porque entregarías regalos a todos y pondrías la mejor vajilla para recibir a tus hermanos y sobrinos. Las nueces debían ser picadas finamente hasta formar casi una harina pero no exactamente eso, por tanto debías prestar atención a la tarea. A tu lado, iba y venía tu hermana, siempre rezongando por algo. Ella acomodaba los centros de mesa y hacía paquetes con moños de color y tarjetitas para adornar la base del árbol. La viste reclinada en la baranda del barco y sonreíste burlonamente ante su vergüenza frente a aquel joven. A vos no te hubiera pasado eso, si tan siquiera él hubiera reparado en ti. Pero no te moviste de tu lugar de observadora hasta que el joven se alejó. Volviste a las nueces que crujían suavemente bajo tus laboriosas manos. Era tu acto de amor a la familia. Habías aprendido la receta de tu madre genovesa. Un día, cuando se aproximaba la Navidad y tenías quince años tu madre te enseñó a hacerla. Debías guardar en secreto la receta para traer ventura a la familia. Sólo podrías darla a alguien más joven cuando llegases a una edad en que no pudieras más hacerla. Nadie sabía que la torta de nuez era un talismán para la buenaventura. La receta había venido de Italia a la Argentina y era guardada celosamente de generación en generación. Todas las mujeres de la familia querían hacerla y trataban de adivinar las proporciones sin lograrlo. Cuando la torta llegaba a la mesa de Navidad, a los postres, los ahhhh y ohhhhh subían al aire como un gran coro de alegres y expectantes voces. Así la ceremonia de la torta de nuez se repetía todos los años y todos la esperaban con deleite. Luego venía la entrega de regalos que era una suerte de competencia. Y buscaste el pálido azúcar como si la luna te hubiera visitado esa tarde y mientras mezclabas la luna y el sol con tus hábiles manos el mar subía por la playa y te viste sentada en el malecón con un pañuelo verde y un joven que sin ser presentado quería conversar contigo. Le sonreíste coqueta y él te cubrió con sus ojos. Un esplendor se encendió en tu mirada. Y seguías mezclando el azúcar y las nueces. El joven tomó tu mano y sentiste desfallecer. La valentía de tu sonrisa se esfumó y huiste por la playa hacia el hotel. Todo ese verano lo espiaste pero él no se aproximó más. Y batiste una espuma de claras como aquel mar turbulento donde te refugiabas para pensar en sus ojos. Debiste juntar coraje para buscarlo, pensaste, y las claras se espumaron más y más y tus veinte años con ellas. Sacudiste la cabeza, hacía calor en la cocina y tu hermana seguía hablando y preguntando dónde habías puesto la jarra de cristal que era de la abuela, aquella que tenía unas flores esmeriladas y que siempre estaba en la parte inferior del trinchante junto a las otras. Y volviste de la espuma del mar y de aquella mirada a responder que no sabías, seguro que estaba en el lugar de siempre. Y la miraste desde esa playa donde te había seguido ese amor que por inmenso no habías podido enfrentar y te desgarró el corazón verte en la cocina de tu casa preparando la torta de nuez que tu madre te había legado. Todas las Navidades recordabas los viajes, y en ellos, a los paisajes y a los hombres que fugaces atravesaron tu vida. Y fuiste a la alacena a buscar más huevos. Los ruiseñores cantaban en el jardín recordándote que estabas viva. Tomaste los huevos de una cesta con forma de gallinita y regresaste a la cocina. Separaste las yemas, esos soles ambarinos como los que viste en el mar cuando ibas a Túnez. Buscaste un tenedor en una gaveta de la cocina y lenta pero segura deshiciste los soles como habías deshecho tus amores. Un fuerte aroma a azahar penetró en tus narices cuando lo despejaste sobre el oro que esperaba unirse a los otros ingredientes. La harina de las playas te acarició los pies mientras separabas tres tazas para agregar con paciencia a la preparación. Caía como nieve sobre el mármol de la cocina. Fue en el sur, aquella vez habías decidido no asustarte, nevaba cuando quedaron varados en el hotel. No había nada que hacer. Lo viste, no podés decir que no. Juraste que no sabías que era casado, pero lo sabías. Para ti nada había de peor que esto pero seguiste adelante. Habían pasado más de veinte años del episodio de tu hermana en veinte años del episodio de tu hermana en el barco. Y lo confesaste después al padre del Pilar y lo olvidaste pero es Navidad y él también está aquí intacto como aquel día. Y una lágrima se te escapó en la harina y fue resbalando como una bola de nieve por la ladera del bol hasta que la harina se la tragó. Como la vida se tragó tus amores. Ese hombre te siguió a tu ciudad e insistió, pero te retiraste también. Un arrebato que te endureció. Y tu madre, que antes de morir te había hecho prometer que cuidarías de todos tus hermanos, te hubiera reprochado estos pensamientos. Pudiste huir con él y no lo hiciste. Pensaste en tu hermana, en tus hermanos, en los sobrinos y hasta en la criada como si todos ellos dependieran de ti. Y pocos años después lo encontraste y ya era tarde para los dos. Te limpiaste el rostro con el delantal y comenzaste a derretir la manteca, la entibiabas como lo hubieras hecho con un bebé nacido de tus entrañas. Cuánto hubieras querido un hijo de aquel hombre. Y tu hermana seguía envolviendo regalos en la sala y hablando contigo y le respondías maquinalmente porque ya estabas acostumbrada. Recordaste unos papeles escritos una primavera cuando aún tu madre no te había dado la receta de la torta de nuez. Aquel verano fueron todos al campo y habías visto al chico que llevaba la leche, con su gorra en la mano y el rostro enrojecido por el sol de la montaña. Y decidiste que serías escritora pero sólo llegaste a dar clases de literatura. En aquellos papeles estaba el secreto de tu vida. Sí, ese deseo irrefrenable de vivir y de amar que te paralizaba. Y él, que también era un niño, te miró largamente y te seguía como un perro. Y lo espiabas y esperabas junto al alambrado para ver si pasaba y podías verlo una vez más. Suspiraste y paraste de batir la manteca que lucía sedosa y brillante a la espera de ser incorporada a la preparación. Y recordaste que faltaba entibiar leche y fuiste al refrigerador a buscarla. Cuando estabas recordando el poema que le habías escrito al chico del gorro, apareció tu hermana en la cocina a rezongar que estabas demorando demasiado con la torta. Y te viste en la cocina con el delantal y la preparación en pleno desarrollo a diferencia de ti que estabas en medio del camino de tus pensamientos. La Navidad se acercaba. Y tu vida era también una receta. Sabías que se acercaba la hora de pasar la receta a alguna de tus sobrinas. Y la tradición te decía pasarías la receta por escrito esa noche porque el día 26 cumplirías setenta años y ya tus manos temblaban cuando batían o picaban o tamizaban. Fuiste a elegir un mantel al comedor por pedido de tu hermana y pensabas a quién dejarías la receta. Tu madre se hubiera decidido dejarla a la mayor, sin hesitar, seguramente, ella tenía otro carácter, más resoluto, pero a vos te costaba: tenías varias sobrinas.
Y me tocó a mí la receta de la buenaventura:
"Sinuosas y doradas nueces para una vida de amor y plenitud
La espuma del mar chispeando en las claras
El sol de muchas yemas tan fuerte como la savia en cada primavera
Harina muy blanca así como las playas donde el amor reposa
Las luces del atardecer ambarinas en la manteca batida
Blanca leche luz del amanecer tibia como un nido de gorriones
El azahar más puro en pequeñas gotas así como el rocío de la mañana
La sabiduría del roble en el elegante coñac
Blanco es el camino de la felicidad deslizándose como la marfilina crema."
Me diste una cajita de madera con esa receta y una carta. Habías decidido cumplir con el pedido de tu madre, a medias, por eso me dabas los ingredientes, pero me explicabas en una pequeña carta que yo debía adivinar las proporciones porque creías que para que la receta de la torta de nueces fuera en verdad portadora de buenaventura, yo debía adivinar las proporciones. Cuando leí la carta todos protestaron pero yo supe que era tu despedida. Fue una Navidad memorable y la última vez que estuvimos todos juntos: padres, tíos y primos. Me casé y viajé al exterior al año siguiente y retorné muchos años después ya olvidada de la receta. Yo había pasado muchas Navidades en otras tierras. Se acercaba la fecha una vez más y recordé a mi tía y su famosa torta. Esa noche, ante mi asombro, una prima que había tenido una larga y bienaventurada vida había hecho la torta de nuez y era como yo la recordaba. Le había llevado años de ensayo y error hasta que había lo logrado. Probarla me transportó a la espuma del mar en las noches de luna. Al oro del sol al espejarse en el agua. A los dorados naranjales y a esas navidades de mi infancia donde estaban todos y a los chicos nos sentaban en una mesa aparte. Y mi tía trayendo triunfante su torta de nuez. Nunca pude adivinar las proporciones.

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