lunes, 4 de febrero de 2008

NEGRO HERNÁNDEZ

LA SUDESTADA

Se largó a llover cuando íbamos por el primer chico ; el Gordo me guiñó un ojo y yo tenía para el envido. ¡ Quiero ! El Café se fue despoblando a medida que las gotas engordaban graciosas, comiéndose unas a otras en el vidrio del ventanal para terminar muriendo en el marco de madera. Veintinueve son mejores. En la mesa de atrás hablaban de la situación política, en un tono alto distrayéndome de a ratos. Este país no tiene remedio. El Gallego se paseaba de un extremo a otro del mostrador como presintiendo una desgracia, y prendió la radio. ¡Truco !, ¡Quiero !. El Gordo puso el ancho, y Beto ¡Retruco !, ¡Quiero !. En eso sonaron dos truenos y jugó el as de espadas. ¡ Qué ligue, hermano !.
Joaquín parado en la puerta miraba cómo el agua se escurría por el empedrado donde el gris brillaba, buscando en el declive la alcantarilla para ahogarse sin esperanzas. A los que afanaron hay que meterlos en cana . Sandoval mezcló y repartió las cartas; apenas un dos y las viejas para mentir; pasé las señas y jugué un cuatro, mientras el Gordo me miraba resignado. Siempre llueve en primavera, aunque nunca tanto. La tarde iba poniéndose oscura y nos dejaba anclados en la esquina donde el agua llegaba a los bordes del cordón amenazando subir por la vereda y entrar al Café con el oleaje originado por algún auto perdido. Al chico lo teníamos perdido, el Gordo estaba muy nervioso y pidió una ginebra. Yo quería irme a casa pero la lluvia arreciaba y no podía abandonar la partida. Cualquiera que gane las elecciones va a tener que devaluar. El agua subió hasta el escalón de la puerta y el Gallego corrió a buscar un tablón para ponerlo verticalmente entre las dos guías de metal atornilladas a las paredes como defensa. A ver si cambiamos la mano Negro, y empezamos el otro chico. Fuertes vientos del sudeste. . . estado de alerta en el sur de la capital y gran Buenos Aires. . . . Joaquín apilaba las sillas patas para arriba sobre las mesas, no para echarnos del lugar, sino previniendo lo inevitable. Una mujer cruzó la calle con un pibito en brazos y casi se cae; la corriente se abrió dibujando dos surcos entre sus piernas pegadas a la pollera empapada. Después que murió Perón se pudrió todo.
Por la rejilla acostada en el centro del salón, vi salir el agua sucia brotando de las cañerías colmadas para desparramarse sobre las baldosas como una mancha. La sudestada se metió adentro del café con su olor a muerte, y el truco se hundió ante los pies de nuestros rivales preocupados por salvar sus zapatos del piso mojado y salpicando la partida de errores. Hay evacuados en Dock Sud y la costa de Quilmes. El Gordo recuperó la sonrisa con un falta envido ¡Quiero treinta y tres !, y la certeza de la victoria próxima. Joaquín trataba inútilmente de barrer el agua abrazado a una escoba, como bailando un tango con la flaca del barrio y buscando un rincón tranquilo donde llevarla. Los políticos nos tratan de imbéciles. ¡Venga al pié !. Un ruido blando y espeso nos llegó de golpe hasta los tobillos, anunciando que la defensa de la puerta había sido superada. El temporal crecía y la marea se llevaba todo por delante. Vi pasar un Fitito flotando como un bote a la deriva. El país se sumerge como el Titanic, dijo uno de los de atrás parado encima de la silla. Sandoval y Beto corrieron hacia la mesa de billar; me saqué los timbos y arremangué mis pantalones para seguirlos con el Gordo a cuestas, arrastrando las piernas como dos remos. El Gallego puteaba al cielo y nos tiró un mantel de hule para no ensuciar el paño ; y allí nos acomodamos, uno en cada esquina, dispuestos a jugar el bueno, cuando se apagó la luz.
En la oscuridad, apenas podíamos reconocernos cuando el resplandor de algún relámpago atravesaba el interior del Café, mostrando nuestras siluetas recortadas contra un telón de silencio mojado, mientras por el muro desteñido, el miedo trepaba, junto con la humedad, lentamente. El Gallego y Joaquín, con las piernas colgando del mostrador, como una hamaca, murmuraban en secreto. El Gordo se desparramó sobre el billar obligándonos a corrernos más a la orilla. El Mirón, Mariulo, y el viejo Castaño, cada uno en una mesa, parecían frías estatuas paradas en el centro de una fuente. Como náufragos perdidos en el océano nos balanceábamos en una balsa triste de madera, esperando un rescate imposible, o la bajamar, para bajar a tierra. Una sirena, seguramente de la Prefectura, sonó como una agonía lejana y nos ayudó a no sentirnos tan abandonados en ese páramo de agua. De pronto, una pequeña luz en la punta de una vela se asomó en la estantería donde lloraban los platos, copas y pocillos boca abajo. Vi al Gallego agitar sus dedos apagando el fósforo, y sacar otra vela del paquete para ofrecérmela con un gesto. Qué hacemos, Negro, dijo el Gordo medio angustiado. Me estiré para atajar la vela arrojada por el aire, y la encendí haciendo gotear la cera sobre el cenicero Campari de aluminio celeste. Juguemos el bueno. Nos sentamos, como indios alrededor del fuego y sorteamos la mano. Los porotos habían quedado en la otra mesa y Beto sacó una calculadora de bolsillo para llevar las cuentas. Miré el reloj; era demasiado temprano para una noche que pintaba larga. La lluvia no amainaba, y las gotas golpeaban fuertemente sobre el tinglado del galpón vecino haciéndome recordar al tamborillero de la murga de Barracas. El viejo Castaño empezó a gritar desesperado como si le hubiera dado un ataque de pánico, Mariulo trataba de calmarlo hablándole pausadamente, y el Mirón fumaba como si nada pasara, uno tras otro. Es un país de hijos de mil putas. En un fogonazo del cielo vi la corriente crecer hasta la altura de la ventana, y estancarse frente al paredón del depósito de cueros formando un lago agitado, con desperdicios. En la penumbra era difícil mirar los naipes, aunque la cara del Gordo brillaba como un farol con un sudor nervioso. Haga la primera y venga. Joaquín desenganchó un jamón del techo, dos salamines y una botella de chianti. La casa invita. Y los cortó en rodajas con la cuchilla, sobre una tabla, mientras el gallego preparaba unos trozos de queso sardo en un plato hondo. Hacía frío. Si el viento no cambia estamos jodidos. El Mirón armó una torre poniendo una silla encima de la mesa y se sentó después de secarla con papel de diario. La picada interrumpió por un rato el truco (le llevábamos tres puntos), y con un pasamanos entre el mostrador, el billar y las mesas nos alcanzamos la comida, envuelta en bolsitas de plástico, y el vino, repartido en dos botellas, nos levantó el ánimo. Beto hizo el cálculo del tiempo que tardaría en bajar el agua si paraba de llover en ese momento chico. Mi mujer me mata, salí a comprar cigarrillos y mirá lo que pasó. El viejo no aguantó más y se bajó. ¡Me voy a la mierda!. Con el agua hasta la cintura caminó hacia la puerta. ¡Pará Castaño!. Y se zambulló en las sombras. Nunca más lo volvimos a ver por el Café, y su fantasma vuelve como el de un desaparecido en cada noche de tormenta. Sandoval revoleó el mazo por el aire, y las cartas fueron cayendo como copos de nieve sobre el caldo espeso. El Gordo temblaba de miedo. Beto dijo unas palabras en latín que sonaron como un responso. Coño, coño, decía el Gallego. Joaquín se persignó a pesar de su pasado ateo y republicano. Mariulo se maldecía echándose la culpa. El Mirón roncaba con la cabeza hacia atrás y la boca abierta. Yo prendí mi último cigarrillo y no sé por qué me acordé de mi vieja.
El Café se movía como un barco sin brújula, y esa sensación se agravó cuando el agua penetró con violencia por la puerta, como una muchedumbre acorralada. El techo del local sudaba, y comenzó a gotear cerca del ventilador, recogiendo las gotitas de distintas vertientes para desembocar en un río sobre las aspas oscuras de mugre y marrón. La vieja me hablaba baldeando la azotea, una mañana de verano, en la casa de la calle Rincón, mientras yo jugaba a los piratas haciendo equilibrio en la cornisa asomada al patio, con las manos apretadas a los barrotes de hierro, y el miedo a caerme de cabeza sobre las aguas de mosaicos rectangulares que se veían chiquitos desde allá arriba. Cuidado negrito, a ver si te das un porrazo.
Los naipes, arrojados por Sandoval, navegaban en círculo como si un remolino los atrajera alrededor de un punto, o un agujero, o un destino inevitable como nuestra amistad atada en ese lugar por un truco eterno como la sudestada. La huida del viejo Castaño hacia la tormenta nos había dejado una mezcla de bronca y desamparo, como si la muerte disfrazada de parroquiano, estuviera sentada en el estaño esperando el momento oportuno para llevarse a otro de nosotros. Sólo el ronquido del Mirón, ajeno a la desgracia, nos devolvía con su ingenuidad la esperanza de salvarnos. Como decía Noé: siempre que llovió paró, dijo Joaquín tratando de animarnos. Las velas se derretían rápidamente en raras figuras de cebo, haciéndome acordar a mi primera comunión en la Virgen del Huerto, un cuatro de noviembre. Los muchachos se habían acostado a lo largo del billar dejándome un lugar incómodo; me sentía un pescador sin pique, cansado de esperar, y pensé en bajarme cuando el yeso manchado por la gotera del techo, alrededor del ventilador, se desgarró cayendo sobre una mesa cercana a Mariulo. El estruendo despertó al Mirón. ¡Qué pasa, qué pasa!, y nos sacudió la tristeza humedecida de resignación. ¡Se te viene el Café abajo, Gallego! ¡No hagan olas que nos tapa la mierda!. Y las bromas empezaron a llenar ese trágico vacío de palabras que la parca deja atrás, sin explicaciones. A pesar de la lluvia, con su agua cayendo como de una ducha adentro del local, las sombras parecieron iluminarse con fuegos artificiales por el humor, a veces cruel, de cada diálogo. Estaba entumecido, inquieto, con ganas de estirar las piernas, de hacer algo. Me saqué los pantalones y bajé del billar como de un caballo, caminé hasta el mostrador apoyándome en un taco, y al llegar le pedí al gallego un mazo de cartas, unas velas (quedaban pocas) y aspirinas; estábamos cansados y había que aguantar toda la noche. Tenemos frío. Volví arrastrando los pies sobre el fondo refaloso. Muchachos, terminemos el partido. El truco nos distrajo de las penurias por un largo rato (jugábamos sin flor), entre las manos del azar y las mentiras piadosas, aunque la suerte de todos había sido decidida por la sudestada, ese viento del sur que trae la creciente del río, sumergiéndonos en un país sumergido. Joaquin rompió un cajón de frutas, rescatado de arriba de la heladera, y armó una pequeña fogata para calentar la noche en su bandeja de mozo.
Beto ligó asquerosamente, Sandoval lo acompañó siempre con alguna puntita, pero lo del Gordo fue magistral, estaba inspirado por el alcohol y mintió como en las mejores épocas de la secundaria. Perdimos en la última mano porque no alcanzó el dos de bastos para el emparde. La lluvia se había tomado un recreo y los demás dormían despatarrados como muñecos de paño lenci . En la ventana amanecía gris, detrás de las nubes y la calle inundada. Mis amigos se acostaron a lo largo del billar, y me quedé pensado en la revancha. Solo, medio desnudo, mal sentado, mirando la ventana como una pantalla de cine reflejando en un sueño, imágenes mal compaginadas de los últimos años.
Nos cojieron Gordo, nos rompieron bien el culo. ¿ Qué hicimos, Gordo?.
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Resistimos Negro. . . resistimos.

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