jueves, 21 de mayo de 2020

Daniel Moyano



           
El estuche del cocodrilo  
Daniel Moyano

*Hablemos ya de la naturaleza del cocodrilo, animal que se pasa cuatro meses sin comer en el rigor del invierno, que pone sus huevos en tierra y saca de ellos su cría y que, siendo cuadrúpedo, es anfibio sin embargo." Heródoto, Euterpe LXVIII


Creo que se habló demasiado sobre este asunto del cocodrilo que tenemos en casa. Tanto, que todo lo dicho, a pesar de su volumen no agrega nada a un hecho cuya máxima trascendencia es el hecho mismo. Y todo por desconocer la naturaleza íntima de los cocodrilos, vale decir la naturaleza de una parte bastante drástica de la realidad.
 La mala fama que teníamos en la ciudad se justificaba ahora por haber descubierto todo el mundo la presencia del cocodrilo en nuestra casa. Mi tía Pina, que se empeña en ignorar la existencia del animalito oponiéndole una calma fingida tuvo una intersección con la rabia cuando vio la foto del cocodrilo en la primera plana del diario. La rabia le alteró, quizás para siempre, alguno de los rasgos de virginidad, que ostenta cuando camina a saltitos, habla por omisión o ignora al cocodrilo. Es una vergüenza, dijo aferrada a su pañuelo, aunque le habíamos explicado que el problema no estaba en tener un cocodrilo sino en que la gente pensaba que eso no era normal.
 La fama no nos viene solamente de reclamar durante años a las autoridades sobre los ruidos molestos (¿qué ruidos, si todos los ruidos son normales? Nos dicen siempre), sino de nuestra permanente resistencia a las visitas y por la misma razón a los amigos. No tenemos amigos porque cuando hubo que elegir entre ellos o él, por respeto al abuelo elegimos el cocodrilo. Así que además de sospechosos somos egoístas, y nos reprochan no integrarnos a ninguno de los clubes, grupos o subgrupos que existen en la ciudad. Todos saben que es muy difícil entrar a nuestra casa y que cuando alguien toca el timbre es cuidadosamente observado desde aden tro por una mirilla que tenemos en la puerta principal.
 El único que tenía la entrada libre era don Misail, viejo militante del conservadorismo, excelente persona, jubilado, con un astigmatismo de –6 dioptrías gracias al cual siempre consideró que el cocodrilo era de aserrín. Cuando comenzó a usar anteojos (Y justamente ese día al cocodrilo se le ocurrió acercarse al conservador y olfatearlo), observó el fenómeno y explicó que acababa de advertir, asombrado, que no se trataba de un cocodrilo disecado, si -no de un juguete de material plástico. Menos mal, porque el descubrimiento de la verdad hubiera sido terrible para él.
 Nuestro cocodrilo es brasileño, de cerca del lugar en donde está ahora Brasilia. Mi abuelo, el contrabajista, que salió de Génova para Buenos Aires, se equivocó de puerto y bajó en Río de Janeiro. Y de allí, sin quererlo, fue a parar a la selva por equivocaciones burocráticas. Pero se adaptó. Le gustaba pescar sentado a orillas del Amazonas, fumando una pipa. Un día puso la pipa y el yesquero sobre un tronco verdoso, a saber, un cocodrilo. Cuando el animal abrió la boca para bostezar, el abuelo, abandonado momentáneamente la distracción, pudo advertir, por el hocico oblongo y la lengua pegada a la mandíbula de abajo, que se trataba de un cocodrilo. Lo llevó a la casa y lo domesticó. Cuando vino a la Argentina lo trajo disimuladamente en el estuche del contrabajo, donde todavía duerme por las noches y, a veces, las siestas.
 Nos criamos familiarizados como el coco, turnándonos en las largas siestas de esta ciudad sub-tropical, donde no hay ríos, para echarle un balde de agua de vez en cuando y enfriarle un poco las escamas. Él formaba parte de nuestra vida cotidiana. El abuelo, sentado bajo la parra, lo único que suele decir, cuando no dormita, es que no nos olvidemos de mojar al coco. Papá todas las noches antes de acostarse se fija para asegurarse de que esté dentro del estuche. Le dedica el domingo íntegro, lo lava con jabón, le lustra la cola, lo hace jugar con un pescado de material plástico. Mamá lo lava con jabón, le lustra la cola, lo hace jugar con un pescado de material plástico. Mamá lo ignora, pero no lo elude como la tía Pina. A veces, cuando se lo lleva por delante, hace gestos de impaciencia, los mismos gesto que hace cuando el abuelo se pone a insultar a este país en su dialecto. El abuelo, cuando lo ve demasiado quieto, le hace cariños con la punta del bastón, le habla en portugués y se lamenta de que haya perdido su color original y de las membranas natatorias de las patas. Papá consiguió toda las historias que se han escrito sobre estos animales, incluida una de Dostoievski. Recibe cartas con recortes de diarios y revistas, a veces escritos en lenguas extrañas pero con algún dibujito de cocodrilos. Así ha hecho una gruesa carpeta, especie de currículo del coco. El abuelo dice que son todas mentiras porque según él la verdadera historia del cocodrilo es el cocodrilo mismo.
 Cuando supo por los diarios que el cocodrilo era de verdad, don Misail no volvió a nuestra casa, y perdimos el único amigo que nos quedaba. Tía Pina resolvió no salir más a la puerta de calle y permanecer soltera (como si no lo hubiera estado siempre) durante el resto de sus días en el fondo de la casa. En la sección de cartas al director del diario local salen todos los días opiniones de los habitantes de la ciudad sobre el caso de coco. La mayoría de la gente nos ataca, y los pocos que nos defienden lo hacen en un sentido poético que nos descoloca. Papá ni siquiera las lee y no quiere que las comentemos. Yo las recorto y las guardo en la carpeta del currículo de Coco.
 La denuncia fue hecha por un vecino (uno de los más eficientes protagonistas de los ruidos molestos) después de muchos acechos y consideraciones. Parece que una noche que nos olvidamos de entrar al cocodrilo y lo dejamos en el patio (la verdad es que hacía mucho calor, esa noche me tocaba a mí entrarlo, pero me dio lástima y lo dejé para que tomara fresco), el vecino puso un aparato en la tapia y grabó los ronquidos del coco, y levó la grabación a la Municipalidad, donde dijeron que se trataba de los ronquidos de un monstruo. Después vino la policía y tuvimos que aceptar la tenencia del animal. Entraron a sospechar cosas, buscaron nuestros prontuarios, hurgaron nuestra biblioteca (compuesta únicamente por libros sobre cocodrilos) y finalmente se llevaron al coco, que fue sometido a un estudio completo por una junta de veterinarios. Cuando comprobaron que se trataba de un cocodrilo y no de ninguna otra cosa, nos lo devolvieron, pero mucho más flaco y menos anfibio que nunca.
 Casi todos los vecinos vinieron a solidarizarse con nosotros y ofrecernos ayuda, pero mientras hablaban amablemente no dejaban de mirar con repugnancia el increíble aspecto de reptil que tiene el coco. La tía lloraba encerrada en la pieza del fondo. El comisario, que al fin y al cabo es un viejo amigo del abuelo, nos visitó cuando terminó la investigación y nos dijo que agradeciéramos su intermediación, “sino a estas horas el bicho estaría convertido en cartuchera y botas para la tropa”. Después dijo: “lo que nos hizo dudar también fue que el bicho no llorara en ningún momento. ¿De dónde saldrá eso de las lágrimas del cocodrilo?” Ese es otro error de la gente, que ignora que los cocodrilos no lloran nunca, explicó papá.
 Siguiendo los consejos de la policía y de los vecinos, ahora nos hemos hecho socios de varios clubes y recibimos todas las visitas. La normalidad que en el fondo siempre deseómamá parece que ha llegado por fin, porque la tía Pina salió ayer a la calle, con un vestido floreado.
 Un médico que fue diputado hace algunos años y que de vez en cuando escribe en el diario local, dijo en una de las cartas al director que todo este asunto había significado para nosotros la Extracción de la Piedra de la Locura.
 En general, dicen que nos hemos liberado. Para no contradecir, ponemos cara de libres, sobre todo cuando salimos a la calle o cuando nos visitan. Pero a decir verdad, nos sentimos conde- nados, violados, vacíos.
 El único que no tiene problemas es el cocodrilo, que sigue la rutina iniciada hace tiempo, mirando las luces con sus ojitos más bien tristes y, por su condición de ejemplar desmesurado, siempre con la cola fuera del estuche.




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