jueves, 21 de mayo de 2020

Carlos Margiotta


               
El país del otoño  
Carlos Margiotta

Mi pueblo se vestía de escuela, en los abriles tímidos, de humedad y amarillo. Un silencio de hojas secas rueda por el patio de suaves baldosas. Contemplo a la bandera izarse por el mástil, lentamente, cantando "Aurora", entre el gorro de lana y el sacón del uniforme. Es tan gris la soledad del piano. Suena como una sombra en las manos apagadas de la maestra de música. Los leños del eucalipto arden tiernos calentando el chocolate mañanero que me abrigará la panza. Detrás del médano, una brisa trae un poema del mar, como un eco de llovizna. Los pasos hacia el aula de cedro gambetean las malvas del camino, y en la fila la señorita Esther, nos nombra uno a uno con su voz oscurecida. En el pupitre, sueño con ser grande, con la sopa de mamá, y el regreso de mi padre, que me viene a buscar desde la neblina, silbando un tango de aserrín. Después, la campana, el recreo, la campana, el aula, el pupitre, la campana, el camino de malvas, y las tres cuadras sin matices hacia la casita de la infancia, pintada de ocre y garúa, atardeciendo en el tiempo, como un recuerdo.

 

Otoño, estación del año, ocaso, abril, atardecer, declinación, madurez, sabiduría, nietos, algo que empieza a terminar. La literatura ha significado muchas veces al otoño como el período de la vida humana hacia la vejez. Contrariamente, el otoño nos muestra una extraordinaria belleza en sus colores, aromas, paisajes, y la tibieza temprana de la puesta del sol. Los que disfrutan la edad del otoño saben también, que otoñar es sazonarse como la tierra, que poseen abundancia de pastos, que es el tiempo de la plenitud, donde se puede discriminar lo principal de lo secundario. El otoño es como un segundo brote,  el más maravilloso.   


En otoño, mi madre preparaba las conservas que tanto nos gustaban, con la vana ilusión de que sobrevivirían todo el invierno. Recuerdo verla llegar de la feria, que se armaba los martes y jueves sobre el empedrado de una de las calles del barrio, cargada con las bolsas repletas berenjenas, morrones, tomates, peras y las últimas frutas de estación. Después, en la pequeña cocina de la casa, donde todas las habitaciones daban al patio, le dedicaría toda la jornada a elaborar sus famosos manjares. Doña, ya que hace para usted, me hace un frasquito para mí, escuchaba decirle a Alicia, la vecina de al lado. El dulce de tomate era mi preferido, su sabor todavía perdura en mis sentidos y aunque lo busco en algún envase del supermercado, como se busca la infancia, sé que nunca más lo volveré a encontrar. Perdura como perduran las cosas buenas, contra el olvido.


La esperanza, es una puta vestida de verde, decía Cortázar, y nunca es vana, decía Borges. A menudo confundimos la ilusión con la esperanza. La ilusión es una apreciación equivocada de la realidad mediante la cual la investimos con nuestros propios deseos, y nos sirve para evitar el sufrimiento y soportarla. La esperanza, en cambio, surge de la oscuridad o de la desesperación, como el Ave Fénix, la esperanza, renace de las cenizas dejadas por los sueños quemados y carbonizados de los hombres. La primera es pasiva y nos engaña, la segunda es activa y con ella resucitamos. En este año habrá elecciones, no seamos ilusos pero conservemos la esperanza.


Lejos de la aldea, la ceremonia. Los hombres están sentados alrededor del fuego. Esta noche uno de ellos tendrá que partir hacia el país del otoño. Esta noche otro hombre ocupará su lugar. Desde las ramas de los árboles las aves nocturnas contemplan la despedida. El hombre que cruzará la frontera se pinta la cara con polvo de luciérnagas, es el rito. Los trazos rasgan su piel encendiéndola con numerosos colores que estallan en la oscuridad como un relámpago. Al país del otoño van aquellos que han aprendido a escuchar hasta el mínimo rugir de la naturaleza. La voz fue antes de la palabra. Los hombres se ponen de pie y danzan en círculo. En el centro solamente el alma. "No des nunca una lanza a un hombre que no sepa bailar", cantan. Al país del otoño van únicamente los  que han aprendido a mirar hasta el más íntimo gesto de piedad. El hombre que va a partir rompe el círculo y monta su caballo. Cuando cruza la frontera el grito de las fieras lo saludan y los árboles se inclinan,

de la naturaleza. La voz fue antes de la palabra. Los hombres se ponen de pie y danzan en círculo. En el centro solamente el alma. "No des nunca una lanza a un hombre que no sepa bailar", cantan.


Al país del otoño van únicamente los  que han aprendido a mirar hasta el más íntimo gesto de piedad. El hombre que va a partir rompe el círculo y monta su caballo. Cuando cruza la frontera el grito de las fieras lo saludan y los árboles se inclinan, como si el viento huyera. Otro hombre se acerca a la hoguera, y ocupa su lugar. En el país del otoño hay mucho por hacer.


Y en este otoño de adultos mayores descartables, de ancianos que deben solicitar permiso para dar una vuelta a la manzana, calificados como una especie en extinción, muchos de ellos depositados geriáticos, alejados de la tecnología, desvinculados de sus afectos mas cercanos. El otoño de la cuarentena es una ocasión para el aprendizaje, y elegir cambiar lo individual por lo colectivo, lo material por lo espiritual, el egoísmo por la solidaridad, el olvido por la memoria, el rencor por el perdón, lo público por lo privado, lo superfulo por lo necesario, la competencia por la cooperación, el miedo por el coraje, el ayer por el mañana, la velocidad por la lentitud, la oscuridad por la esperanza, el hablar por la escucha, la mentira por la verdad, la indiferencia por el amor, el sexo por la ternura, lo sinestro por lo maravilloso.



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