lunes, 26 de noviembre de 2018

Enrique Epelbom



Existencia Sencilla   
Enrique Epelbom

Soy la menor de las hermanas, la mimosa, como suelen decir en la familia. Me crié en esta casa inmensa del barrio norte, casi sin salir a la calle. Sus amplias habitaciones y grandes jardines cubrían todas mis necesidades de niña y aparte de eso la distancia entre la casa y la calle, eran para mis piernitas un camino sinfín, sin contar que el portero no me dejaría salir sola. Pero crecí y debí ir a la escuela y allí conocí el otro mundo. Mis compañeras utilizaban palabras desconocidas, en especial cuando regañaban y despacio fuí aprendiendo y también supe que no las debía utilizar en casa. Pero lo que mas me dolió saber, era que todas mis compañeras tenían madre y también padre, yo no conocí al mío, solo tengo una vieja foto que en resumen es la única que existe en casa.
Mi padre murió al caerse su avioneta al mar y eso fue poco después de mi nacimiento. Mis hermanas lo recordaban, pero yo, "la mimosa" debía conformarme con la foto. La muerte de mi padre había marcado profundamente la vida en la casa, nosotras repetíamos todo el tiempo la escena de la tragedia, pero siempre en nuestros cuartos, sin que nadie nos escuchara, pues mi madre nos lo tenía prohibido. Ella casi no estaba en casa, atendía los negocios de la familia que redituaban el dinero que mantenían todo eso que nos rodeaba, incluso el silencio de la muerte de mi padre. Cursé todos mis estudios en institutos privados, pero la universidad, decidí debía ser la del estado.
Después de las clases tenía el ritual de sentarme en el café Opera en una mesa fija en el rincón mas alejado de la entrada y allí escribía las tesis o alternaba con algún compañero hasta las siete de la tarde, en que el chofer pasaba a buscarme y volvía al barrio norte.
Nunca me había pasado que mi mesa en el Opera se encontrara ocupada a las cinco cuando yo llegaba, pues para eso repartía propinas generosas y aseguraba mi propiedad. Pero ese lunes, justo una semana después del fallecimiento de mi madre, regresé a la universidad y por supuesto al café y grande fue mi sorpresa al llegar a la mesa y comprobar que estaba ocupada, y no solo ocupada. En la silla enfrentada a la que yo ocuparía, se hallaba sentado un hombre mal vestido, limpio pero desprolijo, había depositado sobre la mesa un maletín de cuero desgastado que alguna vez había sido de color marrón. El mozo se acercó disgustado tratando de justificarse, pero el ocasional visitante lo alejó con buenos modales. Lo tenía frente a mí y no sabía que quería, su pelo blanco y descuidado caía sobre su cara y él nerviosamente lo acomodaba nuevamente. Fijé mi mirada en el rostro ajado, el que me resultaba familiar, traté de descubrir su parecido, pero en ese momento sus labios resecos comenzaron a moverse.
-Tu eres Morena?, preguntó con seguridad y sin esperar a que yo contestara, agregó: -No te asustes, vine a contarte una historia. Me quedé muda, nunca había estado tan cerca de un vagabundo, cuando los veía por la calle los evitaba y ahora uno de ellos me propone un diálogo, ya mas adaptada al encuentro acepté, mas por curiosidad que conociera mi nombre que por la misma historia.
-Yo fui hijo único de una acaudalada familia y con el tiempo heredé una fortuna que me posibilitó ser un próspero industrial, con todas las ventajas que eso supone, buenas casas, autos, viajes y todo lo que normalmente muchos soñaran poseer. Me casé con la mujer que quería y tuve tres hijas. Cuando mi mujer estaba embarazada de la tercera, comprendí que toda mi vida había sido un fracaso, no había vivido nunca en familia, no tenía ni idea de lo que pasaba en el país, solo sabía hacer plata y colmar en exceso todas las necesidades de mi familia. En ese momento decidí cambiar radicalmente mi vida, para evitar que mis hijas fueran el mismo modelo de fracasado en la vida que yo irradiaba. Le propuse a mi esposa abandonar ese mundo de falsedades, intrigas y superfluidades y comenzar de nuevo en un nivel medio que permitiera a nuestras hijas ser seres humanos normales y sanas de espíritu. Tenía la ilusión que aceptaría, pero no fue así y allí comenzó un conflicto, que, a los pocos meses era tan profundo, que yo ya había decidido abandonar todo.
Estaba anonadada, por la historia, por la rectitud de ese hombre de apariencia vulgar, pero había recobrado la calma y entonces ordené trajeran mi café habitual y a pedido del desconocido un coñac doble que lo tomó de un solo trago. Esta pausa me permitió observarlo mejor, detrás de esa barba desprolija se denotaban rasgos finos y me reí para mí pues lo encontré parecido a Amanda mi hermana mayor, ya me imaginaba cizañándo para reírme de ella como "la vagabunda sin barba".
-No conocí a mi tercer hija. El mismo día del parto abandoné la ciudad con lo que tenía puesto y advertí a mi mujer que no me vería más. Mi avioneta me llevó a un país vecino, donde la vendí y con ese dinero y mi trabajo diario en una fábrica viví dignamente treinta años, como yo quería, pero siempre pensando que mis hijas estaban perdidas. Esto y la soledad me llevaron al alcohol y pasado el tiempo he descubierto que lo único que cumplí fue que mi esposa no me vería mas. Salvar a mis hijas no pude, viví privado de ellas y por eso ahora vuelvo. –Morena, dijo, bajó la cabeza, abrazo con sus manos la copa vacía y agregó: -Soy tu padre, no estoy muerto, esta es la verdadera historia. Apoyó la cabeza sobre la mesa y lloró como un niño.
Incrédula lo miraba sin entender, un hombre que no conocía ni por quien sentía nada se encontraba abatido en mi mesa. Por espacio de diez minutos no dijimos nada, en este tiempo fui conciente que ese hombre era el mismo de la foto de mi padre, mas viejo y descuidado. El se levantó de su silla miró el reloj que pendía en la pared de enfrente: -Son casi las siete y seguro que el viejo Marcus vendrá por ti, volveremos a encontrarnos, necesito el perdón de tus hermanas. Me ayudó a levantarme y nos quedamos frente a frente, mirándonos llenos de preguntas y miedos. Tomó su maletín y se marchó.
Al verlo alejarse, volví a sentarme, pasó por mi cabeza todos esos años que viví sin padre, el orgullo de mi madre y el accidente inventado para justificar su abandono y todo solamente por que él pretendió una existencia sencilla. La bocina de un auto me hizo reaccionar, era el chofer que se impacientó por mi demora. Salí del Opera. Aquí debía comenzar mi vida. –Marcus, vuelve a casa, hoy viajo en colectivo. ■


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