lunes, 20 de agosto de 2018

CARLOS MARGIOTTA




La cacería (final) 
Negro Hernández

El lunes nos volvimos a encontrar, Armando tenía buen semblante después del malestar en el estómago. Hacía una semana que llovía en Buenos Aires y parecía que la tristeza caía sobre Barracas como la humedad que invadía las paredes del Tres Amigos.
- Mañana no vengo, dijo, tengo que hacerme la colonoscopía.
- Espero que salga todo bien, hoy la medicina ha avanzado mucho, dije sin convicción, pensando en la posibilidad de que Armando iba acentuando el síntoma en la medida que se acercaba el momento más trágico de su relato.
Nos acomodamos, le hicimos el pedido habitual a Joaquín y puse el grabador sobre la mesa.
“El otro día me emocioné mucho con el recuerdo de Dorita y hoy tengo miedo me ocurra lo mismo con lo que voy a relatar. Bueno estábamos en la fiesta de los hacendados que se realizaban en el hotel Marino cuando embarcaban las cosechas en el puerto de Quequen. Una vez terminada la cena muchos de los invitados se retiraban a sus hogares y otros ocupaban las habitaciones del hotel. Muchos hombres de cierta edad y otros jóvenes que participaban por primera vez del ágape pasaban a un salón contiguo al comedor y ocupaban sus grandes sillones donde se les servía bebidas fuertes. Pasado un buen rato hacían entrar al recinto a varias mujeres jóvenes ataviadas con vestidos ligaros y transparentes para dar lugar a una enorme orgía que duraba hasta altas horas de la noche. Más de una vez me ordenaron entrar al gran salón para servir las bebidas. Recuerdo la belleza de aquellos cuerpos desnudos practicando el sexo con total desenfado. La mayoría de las mujeres eran extranjeras que venían engañadas de sus países de origen traídas en los barcos para ser explotadas en el negocio de la trata de blancas.”
La voz de Armando emperezó a entrecortarse y los ojos le brillaron por el llanto contenido. Corrí mi silla, me senté junto a él y le puse la mano en el hombro. No quería que lo vieran en ese estado emocional y de pronto soltó las lágrimas como un niño desconsolado. Apagué el grabador  y lo acompañe un largo rato en silencio.
- Quiere seguir Armando… dije con la voz apretada
- Si, Hernández, por favor déjeme que le cuente todo.
“Para mí que era un pobre inmigrante ver a esas mujeres trabajar con su cuerpo para ganarse unos pesos era degradante. Imaginada a mi madre y a mis hermanas es la misma situación y me llenaba de bronca y tristeza. Pensé en contarle a mi tío pero me callé suponiendo que sabía lo que ocurría.”
Armando hizo una pausa, su pecho estaba agitado y yo tenía miedo que le ocurriera algo. Entonces traté de desviar su atención.
– Cuénteme sobre Graciela, su mujer, pregunte.
- Ella es mucho mas joven que yo. Cuando enviudé me viene a Buenos Aires y compré una casita cerca de aquí. Mi hija mayor me ayudó en la crianza de los más chicos. Yo fui a trabajar a las oficinas centrales de la empresa de padre de Dorita. Graciela es una buena mujer y una gran compañera. Lamentablemente no tuvimos hijos pero a cambio adoptó los míos como suyos.
En medio de la conversación se acercó Sandoval a la mesa para invitarme a la reunión de la Liga de Librepensadores Latinoamericanos. “Es el viernes a las 20”, dijo y se fue rápi-damente.
- Sigamos, dijo Armando.
“Recuerde que lo que le estoy contando no se lo conté a nadie. Usted pensará que son cosas de viejo, que hoy en día una orgía no le escandaliza a nadie, que las parejas modernas se filman cojiendo y suben las imágenes a Internet… y todas esa cosas que la televisión se encarga de difundir para ganar rating. Pero lo que le voy a contar no cabe en la cabeza de ningún humano del este siglo.”
El cielo se oscureció de repente y la lluvia engordó sus gotas contra el vidrio de la ventana. Miré en el celular la hora y me acordé que ese día tenía que entrar antes al laburo. Me dio vergüenza decirle a Armando que tenía que partir.
- Vaya amigo no hay problema usted no sabe como le agradezco lo que está haciendo. Acuérdese que nos vemos el miércoles.
Le dí un apretón de manos, me puse el impermeable y salí junto a la pared del Tres Amigos buscando un taxi que me salvara del agua.
El martes aproveche para llamar a mis contactos en Necochea, entre ellos a mi amigo Emiliano Grosso, periodista de Ecos Diarios. Si darle ningún detalle le pregunte si sabía algo de las reuniones que todos los años celebraban los hacendados en el hotel Marino. “Hace muchos años que no se realizan mas. La memoria social cuenta que eran famosas por derroche de vanidades y desmesura de los gastos que representaba ante tanta po-breza. Tengo entendido que ahora se trasladaron a Bahía Blanca.” Dijo. Más tarde llamé a una amiga de Marta, jefa del servicio de ginecología del Hospital de la ciudad. Le pregunté sobre los prostíbulos del puerto. “…ahora son casi todas dominicanas y tienen muy buena fama… vos sabés que donde hay trata hay algún juez y un comisario en el medio. ¿Por qué me preguntas Negro?”.
- Estoy haciendo una averiguación para un amigo, contesté.
Estuve a punto de hablar con Jorge, mi amgo de la infancia, cuando me di cuenta que debía escuchar el final del relato, sospechaba que todavía había algo más escandaloso para contarme. Los personajes que mencionaba Armando deberían estar todos muertos y no habría testigos de los hechos. Aunque si viajara a Necochea para visitar el Hogar de Ancianos Raimondi, edificado junto a la playa podría encontrar algún sobreviviente de esa época. Y continué  con mi trabajo.
La mañana de miércoles estaba muy fría y cuando entré al café Armando me esperaba con una pastaflora como la que hacia mi madre.
- Se la manda Graciela.
- Gracias. ¿Cómo le fue con el análisis?
- Bien, ahora debo esperar el resultado.
Yo repetí el ritual y pedí café con leche para saborear la torta.
“Bueno creo que hoy termino con el relato. Resulta que después de la orgía los participan-tes descansaban un rato o se dormían sobre los amplios sillones hasta el amanecer. Una vez repuestos el hotel les ofrecía un buen desayuno como el que estamos disfrutando y se procedía  a la elección de la reina de la fiesta. Sí, así como lo escucha. Las chicas desfilaban desnudas por el salón y los hombres anotaban en un papel los nombres de las elegidas. Una vez terminada la ceremonia las chicas se iban del lugar a una habitación contigua, los hombres se vestían para salir y la reina se quedaba con ellos. Afuera los coches, sulkys y otros vehículos se preparaban para recorrer un largo trecho”.
Armando se calló un rato acongojado. Lo miré a los ojos que empezaron a llorar y continuó hablando en forma entrecortada.
- ¿Seguimos?
- Sí, pero lo que voy a contarle lo escuché decir de uno unos de los protagonistas. 
“La caravana se dirigía a uno de los campos más cercanos y una vez allí le proponían a la reina una interesante suma de dinero si salía con vida de la cacería donde ella era la presa. Te damos una hora de ventaja, después salimos a cazarte con los rifles, era el acuerdo. Algunas sobrevivían, otras terminaban arrojadas al mar”
Ahora lo puedo contar como me pidió Armando Ferroni hace tres años. Fuimos al velatorio con el Gordo y Sandoval. Conocí a sus hijos, sus nietos y a Graciela. Había muchos compañeros del café incluyendo al Gallego. Todavía nadie sabe nada.
Lo llame a Jorge para avisarle, reservé una habitación en el Marino y este fin de semana voy para allá para encontrarme con mi infancia y esos ojos grandes de mi madre que amaré siempre.

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