lunes, 25 de diciembre de 2017

Rubén Héctor Rodríguez Ponziolo


DIOS LOS CRIA Y ELLOS…
Rubén Héctor Rodríguez Ponziolo

Si el todopoderoso no dispone lo contrario, en escaso lapso ingresaré al club de los octogenarios. Y, ahora que el crepúsculo de la vida arribó al umbral de mi existencia, me mueve a risa la morbosa frase de la juventud actual relativa a los ancianos "están más cerca del arpa que de la guitarra" . ¡Y cuánta razón tienen!
Encantado les retrucaría al ritmo del dos por cuatro, música por excelencia de nuestra generación y me basaría en la letra del tango de Miguel Bucchino "y al sonar la última hora que me quiten lo bailado".  Empero es la poesía del concerniente a Cadícamo y Aníbal Troilo titulado "Tres Amigos" que al escucharla, mágica, me remonta al mejor período del bastante que llevo vivido.
Walter, Florencio y un servidor éramos justo eso: tres amigos inseparables y nos unían infinidad de factores. En primer término la astrología. ¡Aries exclusivo signo del terceto! Pues nacimos en serie: marzo 26, yo, el 27 Walter y el 28 Florencio.
En cuanto a sapiencia adquirida estudio mediante o a lo equivalente en posición económica Walter nos aventajaba. De la madre, recatada londinense de escandinava prosapia, mamó el inglés  y el sueco y del padre, obeso berlinés, el alemán. ¡Asimismo, no sé de qué ancestro vikingo heredó su apetencia aventurera!
 Tanto es así que al recibir el flamante auto -obsequio de sus mayores al salvarse del servicio militar- chamuyó "vamos a estrenarlo visitando la Patagonia". Bajo ninguna circunstancia sus compiches desperdiciamos la soberbia ocasión y halagados aceptamos el convite. 
Periplo de semejante envergadura, al promediar la década del veinte, lindaba lo demencial por inaudito. ¡Insania total! Según la unánime opinión de mi familia. ¡Absurda paranoia! Proclamaba la parentela de Florencio. Sólo en el hogar de Walter nos alentaban. Sus progenitores convencido a ultranza de la vital importancia de dicha rutina a favor de la madurez personal amen de imperecedero recuerdo. ¡Premonitorio enunciado! 
Anacrónicas carreteras, precarios caminos e improvisados trayectos, sumados a paradisíacos panoramas, fueron la constante durante la treintena de jornadas que demandó la travesía.
Es adecuado destacar la simpatía con que nos acogían en caseríos o ciudades. En particular en esa Estancia de la que adrede soslayaré la denominación declarándola extraviada en los vericuetos de mi memoria.
El vehículo respondió fenómeno a las múltiples y titánicas dificultades sometidas. Circulábamos -quise decir- vagábamos por senderos de tierra o ripio. Nos angustiaban las innumerables pinchaduras de los neumáticos y lo embarazoso de conseguir taller de gomería.
 A la vera de empinado repecho organizamos la comida. Cordero al asador rociado con vino semillón sacado de veterana damajuana de cinco litros encasquetada en mimbre tejido y enfriada en las heladas aguas de correntoso arroyo. Aunque, fatigados y somnolientos, decidimos reanudar la marcha. La meta fijada -San Julián- a centenares de leguas. Súbito, lo tan temido. ¡De nuevo en llanta! Y para colmo de males las de auxilio en idénticas condiciones. ¿Qué hacer?
 Walter -hercúleo y corajudo- la emprendió de inmediato en busca de ayuda. ¡Optimista en retornar del ocaso! En esas latitudes y en época estival es normal que el sol se oculta tardío.
¡El señor no nos abandonaba! Minutos luego de las veintiuna divisamos antiguo carruaje tirado por yunta de briosos caballos. Y en el pescante a Walter flanqueado por par de paisanos fortachones. Le ajustaron gruesa cadena al coche haciendo las veces de cuarta. Y kilómetros después recalamos en dilatado latifundio. Nos convertimos en huéspedes de los terratenientes. Pareja integrada por calvo germano cuarentón y su escultural mujer, dulce chilena a la que doblaba en edad.
Llegué a agradecerle a Dios el aludido trastorno. De esa forma me permitía imbuirme en exótico ambiente. Nos asignaron aposentos privados. Y no es aparatoso afirmar que en albergue alguno gozamos de tal holgura, con el agregado que repararlas demoraría varios días.
En lo que a mí concierne, significaban, placenteras vacaciones adicionales. Nos ahorraron toda clase de molestias y le ordenaron la tarea a dicho puesteros. ¡reitero nos otorgaron jerarquía de invitados de honor!
Para agasajarnos carneaban animales cebados: vacunos y porcinos. Además, abundaban guanacos, liebres, vizcachas y también aves de corral refinadamente adobadas. Al almuerzo ,los anfitriones, se presentaban trajeados de elegante sport, mas para la cena se emperifollaban de prima.
El dueño de impecable esmoquin. Y su seductora cónyuge, enfundada en largo vestido que le cubría el calzado. Similar a los usados por la burguesía en funciones de gala del Colón. ¡Jamás repitió el atuendo! Y decoraban la mesa con fastuosos candelabros de plata.
Preferí no chimentarle a Florencio las sugerente mirada con la cual la propietaria de esos parajes lo fichaba a Walter. Florencio y yo quedábamos a la deriva cuando conversaban en alemán. Acaeció en víspera de la partida. Amanecía y a secuela de la desmedida comilona de achuras, los espasmos estomacales inaguantables.
Recordé que el botiquín, donde guardaba las gotas sanadoras, quedó en la habitación de Walter. Y allí me dirigí. En la mansión  las puertas carecían de cerraduras. Entré cauteloso en punta de pie -casi sin pisar el suelo- intentando no despertarlo. Entonces fue sencillo comprobar lo acertado de mi suspicacia.
La insensata luz de luna llena colándose a través de los enormes ventanales me dio la oportunidad de descubrir las siluetas de Walter y la grácil adúltera como reflejadas en cinematográfica pantalla gozando del sexo.
¡Soporté con entereza y vómitos la dolencia! Y juzgué imprudentemente efectuar comentarios al anunciar Walter que la señora de la casa nos acompañaría a Buenos Aires.
Florencio o no se avispó de la situación o al igual que yo optó por callarse. Y a fuerza de ser sincero, es digno subrayar la ejemplar conducta de ambos en el resto del viaje. Al concluir cada etapa Walter se alojaba con nosotros y ella aparte en otro hotel. ¡Ni siquiera se tuteaban!
A la vuelta del legendario recorrido, Walter se esfumó. Al consultar a sus padres flemáticos contestaron "íntimos argumentos y de reservada índole lo obligaron a ausentarse por indeterminado período".
La incongruente desaparición nos tuvo lustros intrigados a Florencio y a mí. No obstante el tiempo se encargó que el cariño al hermano del corazón quedara únicamente en remembranza. ¡Ya que nunca tuvimos ni el menor indicio sobre su paradero!
A Florencio tuve la suerte de verlo antaño en Madrid sitio en que se aquerenció al casarse con una española. Y en lo que a mí atañe, confieso que desde muchacho debí batallar duro con dos obstinaciones corporales. La perversa obesidad y el caprichoso remolino de mi hoy pródiga cabellera compeliéndome a frecuentar al fígaro.
La semana pasada en céntrica  peluquería por distracción ojeaba afamada publicación de moda. De las que vienen en base a comadreos ya sean -verídicos o fraguados- vinculados a mundanos personajes. ¡La foto a color de la página central logró estremecer al máximo mi taquicardia! Y al unísono afloraron al cerebro las palabras oídas en mi adolescencia referentes a la común futura experiencia.
Debajo del retrato de longevo, captado en su lujosa villa de la Costa Azul imprimieron: "es indiscutible que para el matrimonio compuesto por el pujante ganadero germánico-argentino y su adorable esposa, fulano y fulana de tal, el sucederse de los calendarios parece no afectarlos y se los ve siempre jóvenes".
Resultaron los gentiles hospedadores de aquella imborrable andanza austral de mi mocedad. ¡Lamentablemente la revista faltaba a la verdad! El hombre que ilustraba la lámina era Walter -mí amigo- y no el individuo cuyo nombre y apellido testimoniaban grandes letras.


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