lunes, 25 de diciembre de 2017

Roberto Paniagua


CONCILIACION 
OBLIGATORIA 
Roberto Paniagua

Después de subir los escalones del subte llegué a la plaza. El aire era distinto, busqué un banco y me detuve un rato bajo la sombra de un árbol. Uno tiende a sentirse pequeño entre tanta gente desconocida. Quizás me tendría que haber vestido mejor. Es que salí de casa a  escondidas, no le dije nada a Ramona de esta entrevista con los abogados de la empresa. Conciliación obligatoria la llaman. Obligación para mí, ventaja para ellos. Apagué el pucho con la suela del zapato y me levanté. Acomodé la campera sobre mi brazo y la encontré desubicada ante el fuerte sol de la mañana.
En los noventa la industria y el trabajo se caían como casita de naipes. Entonces me entré a desesperar. Qué iba a hacer en el barrio si nadie tenía un peso. 
Desde que cerraron la fábrica de autopartes que no lograba agarrar algo estable. Todas changas nomás. Mi fuerte era la chapa, pero siempre hice de todo.
—Alejo usted que sabe, ¿no me hace un pilarcito para la luz?— me dijo una vecina de la cuadra. No le pude decir que no, aunque sea, la tarea me entretenía.
—Con vos estamos seguros, nunca nos va a faltar de comer, decía Ramona para agradecer mi esfuerzo.
Un amigo me llevó a una constructora de Caballito. Me tomaron de albañil. Me las rebusco con la cuchara y el balde. A mí lo que me gusta es trabajar. No me importan la distancia y el sacrificio. Yo voy donde está el trabajo. 
El tren de las siete para ir al centro y el de las dieciocho para volver a Merlo es infernal, peor que animales viajamos. Todos los días igual. 
Con Ramona siempre dijimos: 
—“primero están las nenas”, después nosotros. 
Qué rápido se pasa el tiempo. La vida te acomoda las cosas a su antojo. Ahora soy abuelo, la mayor tiene un nene. Lo que no me vino es con yerno. La familia se agranda. Para mí no hay diferencia. Hay que trabajar.
Volví a mirar la dirección anotada en el papel y me encaminé a la oficina a la que me habían citado.
El portero se me paró de frente y me puso una mano en el pecho.
—¿Dónde va?– me dijo con voz seca y firme 
¿Por qué usarán ese tono tan despectivo con uno? ¿Estaré tan mal trazado? Le mostré el papel y me señaló el ascensor de la derecha. 
—Cuarto, oficina 417— agregó, y ya estaba ocupado en pechar a otro. 
El espejo del ascensor me devolvió un rostro de cincuenta  largos años, yo diría que parecía más viejo. 
Tenía miedo en la mirada. Me di cuenta enseguida. Uno está con los ojos agrandados, como buscando algo que no se ve.
—¿Cómo que no hay forma de reconocer los catorce años que trabajé para ellos?— Les dije asombrado
—¿Qué dijeron los dueños…?
—¡Que lo compruebe con recibos…!
—Doctora, qué recibos voy a mostrar si me tenían en negro.
El secretario de la abogada inclinó la cabeza hacia mí y  dijo:
—No levante la voz caballero, no hay necesidad.
Me callé pero entré a mirarlos de costado, con recelo. 
Ahora la mujer comenzó a mover sus labios rojos 
—Visto el expediente, le aconsejo aceptar el dinero ofrecido por la empresa constructora, que son… que son… 
La vi revolver unas hojas, hasta que dijo: 
—El cheque será por tres mil ochocientos pesos, menos el descuento de nuestros aranceles. Lo podrá cobrar inmediatamente, o sea… dese una vueltita la semana que viene, o mejor, llame primero para ver si el cheque está refrendado… 
Con el dinero del acuerdo pensaba agregarle una pieza más a la casa y mejorar el baño. No importaba que no pudiese hacerme un viaje a Corrientes y ver a mi vieja, quizás, en sus últimos días. Lo que más me molestaba era tener que decirle a Ramona que con lo del acuerdo, no íbamos a poder hacer nada.
- Lo dije mientras me movía nervioso en la silla.
—¡Cómo se atreve, maleducado…!— gritó la abogada levantándose del sillón y agitando los pechos por el escote.
El secretario se había quedado quieto, me pareció que dibujaba una sonrisa y luego se tapó la boca con la mano, como ahogando una carcajada.
Sentí el cuerpo transpirado. Cayeron gotas de mi frente. Por eso, cuando el secretario me empujó hacia la puerta, sus manos resbalaron sobre mis brazos. El hombre, en el intento, tiró mi campera al piso. Noté que sus ojos se agrandaban oscuros de sorpresa. Atrás de él, la abogada levantó las manos y su rostro se puso pálido y extendió una mueca de terror. 
En ese momento recordé el murmullo que retumbaba en mi cabeza. Era la voz de mi abuelo, allá, junto a los esteros de Iberá. La misma que de chiquito me enseñaba a defenderme…
—Vos no sos una mierda… ¡arremeté carajo! No te dejes cojudiar…
Empujé las sombras hasta que se abrazaron a las paredes y luego, cayeron al piso.
Los gritos me aturdieron y comencé a correr. Busqué las escaleras y bajé los escalones de a dos, de a tres…
Antes de la vereda varios brazos me tiraron al suelo.
Un silbato sonó fuerte en mi oído…
—¡Fue él, no lo dejen escapar…! señaló una persona.
—¡Qué bestia, los mató a los dos…! agregó otra.
—Me parece que vino a robar— gritó alguien en el pasillo.
—Será posible con estos negros, no se puede vivir tranquilo…— sentenció un hombre que, con cara de asco,  miraba de costado.
Las voces se fueron confundiendo en mi cabeza… o yo, ya no quise oír…

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