lunes, 25 de diciembre de 2017

Gabriela Carrera

Volver a verte 
                                                           Gabriela Carrera

Se encontraba en el andén bien temprano. Hasta donde recordaba llegaba tarde a todos lados. La ansiedad del encuentro, aceleró sus pasos desde la noche anterior.
Puso un par de prendas y algunas pertenencias en un bolso, le temblaban las manos de solo pensar que volverían a encontrarse.
Encendió un cigarrillo esperando que la bocanada de humo le ingresara en el cuerpo y lograra tranquilizarla. Sólo consiguió ardor en la garganta y un poco de tos. Se maldijo. Había prometido acabar con ese mal hábito, algunas veces lo conseguía. La abstinencia sucumbió en el momento que recibió su llamado.
Revisó la cartera por milésima vez, ese ritual la dejaba tranquila, olvidarse alguna cosa la inquietaba. Pasaje, documentos, dinero, maquillaje, cigarrillos. Si, por la dudas llevaría. No sabía si todavía  fumaba, habían pasado muchos años.
Se introdujo en la tina y sumergió su humanidad, esperando que el agua ahogara la culpa, el deseo y la tristeza. Se encontraba sola. Preparó la cena, liviana. Una copa de vino, un par de capítulos de la novela que estaba leyendo y se metió a la cama, consiguió desarmarla, porque conciliar el sueño no pudo. Cerró los ojos y recordó la última vez que había estado entre sus brazos. Sus caricias, el aliento tibio de su boca detrás de las orejas, recitando poemas de amor inventados. La mano pesada sobre sus muslos, la transpiración de ambos humedeciendo las sábanas. En ese cuarto de hotel se dijeron adiós. Su empleo lo llevaba al extranjero.
No se permitía pensar demasiado en él, su recuerdo la ponía melancólica. Cuando algún perfume le sacudía los sentidos, recordaba como la miraba. De los amores que supo tener y de los cuales aprendió el arte de amar y ser amada, siempre extrañó esa mirada.
Una hora en tren hasta el puerto, allí embarcaría a Colonia. Un par de llamadas a la oficina, para dejar todo organizado. Su mamá preguntando si iría el fin de semana a comer. Una excusa. Y la promesa de ir en cuanto tenga un tiempo libre. Llamó a Inés, la contestadora facilitó la agonía de contarle donde iba. Cruzo el charco, vamos a vernos, vuelvo y te cuento.
El amor nacido en la clandestinidad está condenado a morir, le dijo en aquel momento entre copas y lágrimas. Esa noche se contaron todas sus tristezas y los deseos más profundos.
Apagó el celular que fue a dar al fondo de la cartera.
Apoyada en la baranda, observó cómo se alejaba de Buenos Aires, la sirena del buque anunciaba la partida. Hora de tomar un trago. No quería pensar que iba a pasar dentro de unas horas.              
Se observó en el espejo, mientras retocaba el maquillaje, las huellas del tiempo le fueron dejando en el rostro, en el cuerpo, en el alma.
Pasando la puerta principal, a la izquierda y detrás de una rosa, la estaba esperando. Apuró el paso. Se fundieron en un abrazo, ésos que te acomodan el cuerpo mal trecho. Se besaron con pasión, recordaba el sabor de su boca, la suavidad de sus labios y la firmeza de sus manos.  La estrechó contra su pecho, con los ojos cerrados, el palpitar acelerado y con voz entrecortada le dijo “Te extrañé tanto”. Le acercó la cabeza hacia su  boca y le besó la frente.
Salieron en el auto, los esperaba la ciudad vieja, el faro, el empedrado, el re encuentro.
A orillas del río fueron a almorzar, entre bocados y risas, se contaron que habían hecho de sus vidas. En qué ocupaban su tiempo libre, qué música estaban escuchando, cómo es la ciudad donde estaban viviendo, qué amores pasaron, cuáles habían quedado. Saciaron el hambre con manjares soñados y embriagaron la tarde con el mejor de los vinos. Caminaron descalzos a orillas del río. Jugaron a descubrir tesoros en el mercado de pulgas. Y en la calle de los suspiros encontraron aquellos que fueron con sólo cruzar las miradas. Debajo del sauce se besaron.
Como dos adolescentes que buscan descubrir el amor, rodeados de velas y aromas que juntos creaban, recorrieron cada centímetro sus cuerpos. Buscando a ciegas fundirse, extraviarse y encontrarse en rituales aprendidos de otros tiempos. Sin la urgencia que los dominaba en la juventud, con  las ganas del presente aquel amor antiguo hoy estaba en ese cuarto entregado al placer. La luz de los últimos leños en la chimenea caía sobre sus cuerpos brillantes, húmedos. Tendidos en la cama entre almohadas y mantas tibias desordenadas, sus manos se exploraron nuevamente perdiendo la frontera, ninguno de los dos supo dónde terminaba él, dónde comenzaba ella. Extasiados después de hacer el amor encendieron un  cigarrillo.
Ahí estaban, después de tantos años, regalándose el placer de estar juntos, por un rato. Entendieron que debía ser así, por un rato, para resguardar del gris que la rutina tiñe lo cotidiano. Con las primeras luces del nuevo día volvieron a sumergirse al goce. Cuando dos almas se enlazan sin pensar en mañana, vuelan en libertad.


La despedida fue breve, sin promesas. Sabían que volverían a encontrarse.

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