viernes, 9 de octubre de 2015

María A. Escobar



                        La persecución  
                                           María A. Escobar

Bajo del tren a las seis y treinta. En realidad no bajó. La bajaron. Una abigarrada multitud la apretujó sin que casi pusiera los pies sobre el andén. Muchos corrían hacia las paradas de los colectivos que los llevarían a sus casas, pobre gente que, todos los días, viajaba mucho y mal para ir a sus trabajos. Era un hermoso atardecer de otoño, de modo que tuvo el deseo de caminar hasta su casa. Se pasaba el día sentada en una silla atendiendo gente, una caminata la conectaría con el aire de la tarde, con su silencio, ese momento en que los pájaros volvían a sus nidos. No tenía un calzado muy apropiado para caminar, no podía ir a la oficina en zapatillas pero, de cualquier manera, enfiló para su casa tratando de pisar las pocas veredas que había en el camino. De repente y como solía pasar en el otoño, el sol se ocultó y comenzaron a aparecer las primeras sombras. No había nadie en la calle, solo ella. Apuró el paso todo lo que le permitían sus zapatos de taco. A veces éstos se metían en las junturas de las baldosas y la hacían tambalear. Pensó que, después de todo no había tenido una buena idea, hubiera sido mejor tomar el colectivo.
Ahora alguien caminaba detrás de ella. Eran los sigilosos pasos de un par de zapatillas. No quería darse vuelta porque si lo hacía el que venía detrás descubriría su miedo. Y no era miedo lo que sentía, era pánico, un pánico que la hacía tropezar con cuanto obstáculo encontraba a su paso. El corazón le golpeaba en el  pecho como un tambor. De repente escuchó un
- Doña, doña - No se detuvo, por el contrario intentó correr.
De nuevo escuchó el - Doña, Doña - El miedo le hizo perder el equilibrio.
Cayó como un poste derribado por la tormenta. El la alcanzó, era apenas un muchachito con la cabeza cubierta por una gorra de visera. 
-Déjeme que la ayude a levantar… ¿Se lastimó?.Ella estaba pálida como un muerto.
El la levantó como si fuera solo una hoja seca. 
-La llamaba porque creo que se le cayó esto-. 
Era su agenda. La tomó con manos temblorosas y sólo pudo decir gracias, hijo, gracias y apenas se dio cuenta que las lágrimas le estaban mojando la cara, como si, de repente, se hubiera puesto a llover.

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