martes, 29 de julio de 2014

Marta Becker



                       La estancia  Marta Becker

Dos kilómetros más allá de la cinta asfáltica que significó el avance de la civilización se levantaba el casco de la estancia de los Levingston, llegados a la pampa húmeda con ganas de trabajar y muchas ambiciones, que pudieron cristalizar con el correr de los años con tesón, voluntad y organización .

Levantaron una casona enorme, techo de tejas a dos aguas, con una galería hacia donde desembocaban los dormitorios y el amplio living, de espaldas al sol del mediodía. Una frondosa parra cubría el techo y las madreselvas se trepaban por los pilares que lo sostenían. El fresco de esta zona de la casa era un remanso en los días de verano, donde solían sentarse los dueños y sus invitados, atendidos por una servidumbre sumisa y silenciosa.

La cocina, la despensa y las habitaciones de huéspedes estaban en el  lado opuesto, también protegidas por una galería y un patio de ladrillos, donde además  descansaban los perros guardianes, que se erguían como un erizo cuando olfateaban algo extraño.

La casa contaba con dos baños internos, un adelanto para la época. Las dependencias de la servidumbre estaban instaladas en una casa aledaña, de techo también a dos aguas cubierto de paja entretejida y piezas con piso de tierra.

Toda la construcción estaba rodeada por árboles centenarios, donde se destacaban los sauces llorones que caían como el velo de una novia, y sus ramas realmente lloraban en los días de lluvia.

Más allá de la casa varios nogales regalaban en su momento una gran cantidad de nueces que se guardaban en grandes bolsas. Árboles de naranjas, limones, manzanas y duraznos crecían sanos y abundantes y su perfume danzaba por el aire mezclado con la hierba fresca.

En un espacio importante la huerta proveía de todo lo necesario, era nada más acercarse y sacar lo que querían para llenar las ollas de abundante comida para los habitantes de la casa grande.

Hasta donde daba la vista se podían ver campos sembrados de maíz y trigo, cuyos tallos se movían al son del viento y se erguían majestuosos mientras brillaban bajo las caricias del  Sol. Parecía una gigantesca alfombra suave, mullida, sobrevolada por pájaros y mariposas y en donde uno se podía sumergir hasta perderse, mientras aspiraba el olor fuerte de la tierra.

Daba gusto ver como máquinas y hombres trabajaban tanto en la época de siembra como de recolección, un enjambre en movimiento que funcionaba armoniosamente como algo organizado temporada tras temporada sin necesidad de modificaciones.

La segunda generación de los Levingston gozó de los muchos beneficios que significó vivir en la estancia, trabajar la tierra y hacerse de sus frutos. Pero ya no fue exactamente lo mismo que épocas anteriores. Comenzaron de a poco los cambios climáticos que alteraron las cosechas, al mismo tiempo que también surgieron los cambios políticos y económicos que volvieron menos rentables los negocios del campo.

A pesar de los contratiempos siguieron adelante y hoy la estancia está en manos de una tercera generación de Levingston.

La antigua casona luce alicaída, durante las lluvias los techos dejan filtrar el agua sin lástima, entre las baldosas de los pisos de las galerías exteriores crece la hierba sin vergüenza y los árboles frutales están gastados y no tan cargados de frutos.

Una decadencia general flota por todos los rincones, penetra por las hendijas de las ventanas y se apodera de casa y habitantes. Los Levingston actuales no están en condiciones de soportar esta situación que consideran irremediable y en concilio familiar acuerdan una medida como solución última, con el objetivo de  volver al país de sus ancestros.

El  domingo a la madrugada el sol parece salir antes de hora. Son las llamas que iluminan el cielo cuando aún no ha amanecido y la Luna todavía es testigo de los lengüetazos de fuego que devoran casa, árboles, el poco sembradío y todos los sacrificios e ilusiones acumulados durante años.

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