martes, 29 de julio de 2014

Araceli Otamendi



Lucía y la adivina  Araceli Otamendi

Acompaño a Lucía a la casa de una adivina. Lucía es una mujer relativamente joven, estará cerca de los cuarenta, no los aparenta salvo por el gesto demasiado serio que permanece invariablemente en su cara, casi nunca se ríe.
En realidad la adivina es una mujer que tira las cartas. Proliferan en Buenos Aires. Nunca había ido a un lugar así. No sé por qué Lucía me eligió a mí para que la acompañe, no creo en ese tipo de cosas, tal vez se sienta más segura si va con alguien.
El problema de Lucía es que el marido, más joven que ella, buen mozo y simpático es un hombre con suerte. Le va bien en su profesión y Lucía está siempre expectante. Teme que se lo roben. Teme que le hagan algún maleficio, que alguien con poderes mágicos y no tan mágicos lo aleje de ella.
La casa de la adivina queda en un barrio de Buenos Aires, algo alejado, es un departamento antiguo, modesto. Cuando entramos hay una cantidad increíble de mujeres esperando turno. Casi todas están bien vestidas, con aspecto de profesionales, bien peinadas, bien maquilladas.
Se escuchan algunas conversaciones. Hay una mujer vieja que recibe a las visitantes. Es una mujer gorda, tiene aspecto de cansada, de gastada, de haber perdido hasta sus más recónditos sueños.
Lucía, como siempre, está expectante por lo que le depara el porvenir, por saber si su marido la engañará, si alguna mala mujer se lo quitará de su lado. Teme que él la deje y ella se quede en la calle.
La mujer que se ocupa de recibir a las clientas de la adivina es una eximia profesional, podría ser la secretaria de un médico o de un dentista si no tuviera ese aspecto tan desaliñado. Se defiende hablando.
Las horas van pasando, en la antesala del consultorio de la adivina habrá unas quince mujeres con aspecto de preocupadas, temerosas del destino, confiadas en las artes mágicas.
Me dedico a observar a esas mujeres, a escuchar algunas conversaciones mientras Lucía se retuerce en el asiento con sus miedos, sus ansiedades, su inseguridad.
La secretaria de la adivina adquiere con el correr del tiempo un tono seguro, escucha y también da consejos. Pienso si no será como en algunos programas cómicos y films que he visto en mi infancia: siempre hay alguien que se entera primero de los secretos para después confiárselos al adivino. Es posible, ¿por qué no?
—¿Y vos, por qué venís? -Se intriga la secretaria.
—Acompaño a mi amiga.
—Mirá que la Adelaida es buena, la consultan médicas, abogadas, contadoras…
—¡Qué bien! —digo, y pienso, no alcanza con ser profesional, con haber estudiado para tener certezas, la magia también es posible. Pero no lo digo.
—¡Que pase el que sigue! —dice la voz de una mujer desde adentro de una habitación.
Ha llegado el turno de Lucía. Ahora tengo tiempo de escuchar con más atención las conversaciones. Han quedado cuatro o cinco mujeres, nada más. La conversación se anima con la secretaria.
—¿Y saben por qué vienen principalmente aquí? —dice la secretaria.
—No —digo.
—Por problemas familiares. Casi todas tienen problemas familiares, con el marido, los hijos, el amante, el novio. Las que son casadas casi todas tienen problemas. Hay muchas que se quieren divorciar y tienen problemas con los hijos porque se divorcian entonces los chicos andan de aquí para allá como paquetes. Y los problemas son porque no hay amor, porque si hubiera amor no habría problemas. Ahora yo digo una cosa, si hubiera amor no harían eso con los hijos. Y si tuvieron hijos ¡banquenselá!
Casi todas asentimos, es una lección de sentido común. La maestra ha dado la lección, ¿para qué consultar a la adivina? Mientras espero a que Lucía salga de la consulta, observo como la secretaria sonríe satisfecha.

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