A tientas Rubén Amato
Hay cosas
que nos las ves hasta que se corta la luz. Ahí es cuando aparecen los detalles,
lo que jamás viste, las imperfecciones de la vida. Lo que solo se hace visible
en la penumbra obligada a la que nos enfrentan las velas, o lo que queda de
ellas. Esos pedazos de velas, ya usadas, que siempre están en el fondo de los
cajones del bajo mesada (y recién ahí te arrepentís de no haber comprado veinte
paquetes más) Ya que la linternita con luz alógena que le vendieron en el tren
no la podes encontrar en el placard
Esa noche
todos empezamos a andar a tientas. Y lo más extraordinario ocurre en la semi ceguera
que provocan las empresas de luz. Poner la mesa después de pincharnos bastante
con los tenedores y rasparnos con los tramontina y comer a media luz, pero sin
romanticismo. La radio portátil, que de casualidad tiene pilas nuevas, suplanta
al televisor que, al estar apagado, en su pantalla refleja una imagen fantasmal
de todos nosotros, desintoxicados por una noche de tanta idiotez.
El vaivén
de luces y sombras que danzan en el movimiento que provocan las velas aminora
la velocidad que traíamos, nos convierte en espectros y resalta las
imperfecciones de pintura, las tapas de enchufes, y los revoques.
Mientras
no se corta la luz, creemos ver y saber cómo somos a partir de los deterioros
de la casa. Se aprende a caminar de nuevo por los ambientes hoy desconocidos y
se descubre que los muebles estuvieron siempre en otro lugar, y que hace tiempo
que aprovechan la oscuridad para moverse por milímetros jugando un jueguito
perverso del que no se conocen las reglas.
Eso sí,
por unas cuantas horas, aquella noche nos conectamos de otra manera. Nos volvimos
a escuchar. Nos reímos de las anécdotas que antes no soportábamos, nos reímos
de nuestras torpezas. Nos tratábamos mejor así, sin vernos, porque curiosamente
nos alejábamos, paradójicamente, de nuestras más profundas oscuridades.
Y… por
otras cuantas noches recordábamos con cierta nostalgia aquella noche tan, pero
tan “luminosa”.
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