sábado, 22 de diciembre de 2012

ANALÍA FIGLIOLA



EL SEÑOR CORRECTO

Emilio Correcto había nacido hacía exactamente 40 años y su vida desde entonces había estado signada por acciones apropiadas, gestos medidos, sentimientos moderados y hasta una dieta cuidadosamente equilibrada, de la cual no se había apartado nunca en los últimos diez años. Sus padres, Don Jacinto y Doña Isabel, de origen humilde y gran corazón, le habían prodigado el mayor de los amores, pero por sobre todas las cosas, le habían inculcado un sentimiento de devoción hacia la honestidad, la responsabilidad y el cumplimiento. Sus esfuerzos denodados por hacer de su hijo un hombre honesto no habían sido en vano.
En una casita modesta del barrio de Barracas con pilares rosados y un diminuto cancel vivía Emilio con su gato robusto y de  plácida mirada, Romeo. Como cada mañana, cuando la alarma sonó a las siete y media, Emilio ya se había ocupado de sus quehaceres domésticos, de la comida de Romeo y sólo le restaba asegurar su vianda en el compartimiento habitual dentro de su bolso de trabajo. Ojeando su reloj, Emilio salió presurosamente hacia la oficina de correo postal Nº 2, en la que se desempeñaba como empleado administrativo desde que había alcanzado la mayoría de edad.
Era un lunes otoñal en el que la tenue calidez del sol se mezclaba con la fresca brisa matinal. Una y otra vez Emilio henchía sus pulmones de ese aire puro, como en un intento de renovar su espíritu y aunar fuerzas para enfrentar una nueva jornada en la oficina. No era precisamente el trabajo lo que lo acuciaba sino la relación con los otros empleados, que aunque desde el comienzo había sido tensa hoy ya se había tornado casi intolerable.
En forma ininterrumpida durante los últimos diez meses, sobre la puerta de entrada de su oficina, se encontraba colgada su retrato prolijamente enmarcada junto a la inscripción "empleado del mes". El orgullo que él sentía por haber logrado y conservado dicha distinción era tan inmenso como la rabia que le provocaba encontrar garabatos impropios sobre su foto día tras día. Sin embargo, esa no era la única ofensa con la que tenía que lidiar diariamente. Llevaba impreso en su memoria desde risas burlonas hasta las miradas más despectivas y arrogantes.
Estaba en el umbral de entrada al edificio del correo y aún tenía su ceño fruncido cuando escuchó una voz tierna y suave saludarlo.
-Buenos días, Emilio. ¿Cómo estás?
Repentinamente sus ojos se iluminaron y su boca creció en una sonrisa. Hubiera querido correr y abrazarla pero solo balbució tímidamente:
-Bien, bien, gracias.
Era la secretaria del señor Cotero, la señorita Rosa. Su cabello moreno y ondulado enmarcaba su hermoso rostro. Ella era la única persona que lo trataba con respeto y, a pesar de que nunca habían intercambiado más que un simple saludo, Emilio sentía un profundo amor por ella. Mantenía este sentimiento en silencio y esperaba algún día, cuando sea más apropiado quizás, poder expresarlo y ser correspondido.
Salió del ascensor y atravesando el pasillo principal, llegó a su oficina cuando apenas el reloj de pared marcaba exactamente las diez en punto. Mientras aseaba su escritorio como de costumbre, sonó el teléfono. Era su jefe, el señor Cotero, que le había hecho un pedido urgente. Debía dirigirse a su oficina de inmediato con todos los recibos de encomiendas hacia el interior del país registrados en el último mes. En ese mismo instante comenzó a apilar las cajas que debía llevar sin demora al otro extremo edificio, ya que la semana anterior, el despacho del señor Cotero había sido reubicado más convenientemente en ese sector.
El ruido que provenía de su oficina contrastaba con la apariencia inerte de los gabinetes contiguos. Sin embargo, Emilio, ni siquiera por un momento, se percató de dicha situación.  Tal era su afán por cumplir con lo pedido que había olvidado arbitrar los medios necesarios para transportar semejante carga y, en varias ocasiones, trastabilló y casi dejó caer la enorme pila de cajas.  No obstante lo agobiante del peso que llevaba, no se doblegó y se convenció de que por algo lo habían elegido a él para tan arduo cometido. Él lo lograría seguro.
Espiando por sobre los anteojos, Rosa se sorprendió al ver aproximarse una figura tambaleante que, exhausta, se desplomó con su carga frente a la oficina del señor Cotero. Con gruesas gotas de sudor recorriendo su rostro, levantó su mirada para encontrarse con la de sus compañeros que estallaron en carcajadas. Confundido y con sus brazos entumecidos intentó abrir la puerta de aquella oficina, visiblemente vacía y oscura. Todos lo miraron como si fuese un idiota.
-Parece que el señor Cotero no vino hoy a trabajar. ¿Quién habrá pedido que traigan esas cajas tan pesadas entonces…?- le preguntó Álvarez  con tono de sorna.
Mientras las risotadas se desvanecían en un murmullo lejano, Emilio continuaba inmóvil junto a las cajas con la mano en el picaporte. Sus ojos permanecían clavados en la persona que había pronunciado esas crueles palabras.
Rosa, claramente conmovida por lo ocurrido, se acercó a Emilio y, tratando de que su comentario no suene como producto de la lástima, le dijo:
-Emilio, no te preocupes, dejá las cajas aquí ahora. Debe haber un malentendido. Apenas llegue el señor Cotero se aclarará seguramente.
Emilio trató de recomponerse y, casi sin mediar palabra, se retiró deprisa.
Estaba visiblemente turbado y con cada paso que daba más rechinaba los dientes y más apretaba sus puños. Esta era sin duda la peor de las humillaciones que había tenido que tolerar. "¡Y todo esto frente a la última persona que hubiera querido que esté presente!" pensó Emilio. En ese momento cerró la puerta de su oficina de un golpe y, preso de un ataque de cólera, se abalanzó sobre su escritorio y con su brazo arrolló todo lo que había sobre él.
A las 10:10 de la mañana del martes el tercer piso del edificio del correo se estremeció. Dos, tres, cinco disparos tal vez. Luego, un profundo silencio. Álvarez yacía en el suelo. Nadie se atrevía a decir palabra. Esta vez no hubo lugar para bromas ni comentarios irónicos. 
"Es la primera vez que NO me miraron como si fuese un idiota," pensó Emilio. 

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