miércoles, 21 de noviembre de 2012

STELLA MARIS TABORO



ELEGÍA ROJA 

El sol palideció de pronto
navegaba ahora en un mar rojo
el color de la sangre
el tinte del amor
el matiz de una profunda herida…

Gumersindo, calzó sus botas y salió alegremente desde su rancho a buscar su caballo. Era el peón más joven de la Estancia "Flor del Cardón". Parte del lugar se espejaba en el gran lago vecino.
Antes de montar, lo llamó la señorita Elisa. Ella, asomada a la ventana más grande de la casona eje del casco, esperó  su obediencia.
-¿Qué quiere Ud., señorita? -dijo, tímidamente, Gumersindo.
-Necesito  que venga aquí y busque todas las piedritas que se cayeron del jarrón quedando dispersas como si hubiesen impactado contra las paredes.
Gumersindo asintió con su cabeza sin pronunciar palabras. Agachado, como un animal obediente, juntó uno a uno, los cientos de pedruscos, mientras Elisa reía desaforadamente, con esa risa burlona que la caracterizaba.
Mientras sus manos  juntaban más y más piedritas, él la miraba queriendo no ser visto por ella, tan bella, tan delicada y tan cruel.
Desde niño la amaba, pero ella  siempre lo miraba con desprecio.
Salió de la casona muy triste y cabizbajo, como queriendo ocultar su rostro moreno, se dirigió a buscar el potro, casi arrastrando sus alpargatas bigotudas.
Pero Elisa quería jugar con el peoncito, ilusionarlo para luego  reírse de él y burlarse como lo hacía con todos los que ella veía como sirvientes.
Una noche, estando sola, maquinó todo.
Le avisó a Gumersindo que lo esperaría a cenar en la casona.
El peoncito no podía creer que ella, la señorita, quería compartir su cena con él.
No sabía cómo presentarse, buscó sus mejores pilchas y con una colonia barata se baño por completo. La cita era a las 9 de la noche.
Ella se vistió  como una princesa y sobre el mantel blanco puso velas rojas. Una melodía suave invadía el ambiente.
Los nudillos de Gumersindo golpearon la puerta, temblando de miedo.
-¡Adelante! - Dijo Elisa-  ¡Pase mi peoncito querido!
Él se adelantó y quedó maravillado al verla y esa luz de las velas, esfumada sobre la mesa y aquella  música, que nunca había oído, le quitaron el habla.
Se sentaron y ella lo sedujo con la mirada,  con sus gestos y  sus manos.
Él temblaba. Ella con sus palabras seguras, el todo silencio.
Después, ella disparó su fusil.
-¿Sabés, Gumersindo? Te llamé para divertirme.  Sos un peoncito estúpido ¿creés que  me fijaría en vos? ¡No, jamás! ¡Ahora, fuera de aquí tonto, ridículo, sentarse aquí conmigo, me has ofendido! 
Gumersindo salió humillado, no pudo llegar a su rancho, se dirigió al lago  y se lanzó al agua golpeando su cabeza contra una roca. Del cuerpo del peoncito brotaba tanta sangre que el  lago se pintó de rojo intenso.
Muy arriba, el cielo del amanecer  se espejó en el gran lago. Un sol pálido y aterrado ahora viajaba en un cielo rojo, tan rojo como las aguas del lago.

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