lunes, 26 de noviembre de 2012

ROBERTO PANIAGUA



RASGOS DE FAMILIA

Tío Ernesto acomodaba el trípode; ya había medido la luz que entraba por la ventana. En esta época del año, a las cinco de la tarde, el sol se mete por el costado de la medianera de doña Juana, la vecina, y llega hasta el último rincón del living.
-Hay que sacarla ahora -opinó el tío Rolando, mientras se acomodaba el audífono. En un rato los chicos desacomodan todo y es imposible- agregó. Y cómo buen sordo, gritó a mi oído:
-Aprovechemos que las viejas tienen los labios pintados, después de comer, se empiezan a soltar los botones. Y ni hablar del maquillaje, queda todo en la servilleta.
-¡Que venga la abuela!- apuró Ernesto, que meticuloso ajustaba la cámara.
Cristina, la mayor de las primas golpeaba la puerta del baño.
-Dale, dejame entrar, me pinto los pómulos y listo...
Roxana y Andrea, las hermanas, gritaban desde adentro.
-¡Ya vaaa!.
Hay reuniones familiares, en que las mujeres, ya madres, se convierten otra vez en adolescentes.
Me miré en el espejo del modular: pantalón crema, mocasines marrón claro y chomba beige. Aún me podía peinar para atrás, pero pronto ya no me alcanzaría el pelo. La panza decía presente, aunque nada que no se pudiese disimular apretando un poco el cinto y si aspiraba hondo, en la foto, ni se notaría.
Pasé por la cocina. Varias mujeres se repartían las tareas con bandejas de sanguches y bocaditos. Susana, mi mujer, terminaba de ponerle crema a la torta con una manga y al pasar a mi lado me dio un beso.
-Fijate como está Gastón, esos indios lo pueden matar.
La escalera que da a la planta alta del chalet estaba adornada con globos de colores.  Me tomé del pasamano con cuidado, porque además, habían colgado cartulinas que decían: "FELIZ 80 ABUELITA".
En el pasillo me crucé con Ricardo, mi hermano mayor. Sentí su mano en mi brazo.
-Vení, vení- me dijo haciendo gestos de guardar silencio.
Entramos a la pieza que da al balcón, cerró la puerta y empezó a hablar con gestos nerviosos.
-Entendeme vos por lo menos, no te sumes a esa jauría de criticones. Cuando pregunten por qué no traje a Rosa, daré cualquier excusa. No puedo explicarles a todos lo que pasa. Yo sé que insistí mucho para que la aceptaran, y ahora la hago desaparecer. Pero no puedo, es que así no puedo seguir con ella. Después de sus últimos exámenes, decidí cortar. Su problema cardíaco se va agravando.
Lo miraba serio, tratando de entender lo que se escapaba a borbotones de su boca.
-No puedo volver a recorrer sanatorios y médicos con esa sensación de que no hay cura -agregó- y que la muerte anida otra vez cerca mío. La verdad es que no la amo para tanto. Ya amé y sufrí bastante por mi mujer. ¡Otra vez no! me tomó de los brazos y mirándome a los ojos completó: Mirame, ¿me entendés?, ¡otra vez viudo... no!
Se acercó a la ventana y mirando la calle susurró: Yo quería divertirme. Volver a salir, viajar, pasarla bien…
No sé si lloraba, pero su vista estaba vidriosa, creo que no me veía y dudé si ya, a esta altura, me estaba hablando a mí. Salí despacio, sin hacer ruido al cerrar la puerta.
Cuando llegué a la pieza de atrás vi a los más chicos jugando con cubos de madera y muñecos de peluche. Tomé a Gastón de la cintura y abrazándolo me lo llevé para la foto.
Delfina, la hija mayor de Cristina, corría llorando porque alguien le había desgarrado el vestido. Imaginando la reacción exagerada de la madre, traté de calmarla y le dije que con dos o tres puntaditas eso se arreglaba. La agarré de la mano y la llevé conmigo.
En la planta baja, la abuela ya estaba en su sillón, ocupando el lugar central. Todos los mayores sentados en sillas y los más jóvenes parados. A los chicos los fueron ubicando en el suelo.
Tío Ernesto mirando por la lente hacía señas con las manos
-Juntase, juntarse- decía.
Me quedé grabando esa imagen en mis ojos. De pronto, pude ver hasta los que ya no estaban, como mamá.
Es un puñado de familia, de gente común. De seres amados.
Algún día voy a tratar de escribir rasgos de cada uno de ellos. ¡Es para hacer una novela! Son únicos. ¿O en todas las casas será igual?
Corrí hasta mi lugar. Susana, al ver que el nene no quería quedarse sentado en el piso, lo puso en mis brazos.
Ernesto apretó el obturador y se apuró a llegar a su silla.
Una luz blanca de flash, llenó la habitación.

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