viernes, 5 de noviembre de 2010

MARISA PRESTI



CONDENA
 
Era lunes. Un día difícil para Horacio Vallejos; abandonar las sábanas tibias, perfumadas por el aroma del cuerpo femenino que dormía a su lado, lo hizo desear apagar el sol que se insinuaba en la ventana. Fue una breve debilidad, siempre había sido estricto con sus responsabilidades y esa mañana no tardó en vencer la tentación de quedarse remoloneando en la penumbra.
La ducha caliente despejó la pereza de sus músculos, dejó caer el agua sobre su cuerpo los minutos exactos que le permitía la tiranía del reloj. Se vistió sin hacer ruido y con mejor humor se dirigió a la cocina para preparar café. Lo saboreó con ganas y a los tres cuartos de hora exactos estaba abriendo la puerta de calle.
El sol anunciaba una mañana agradable, y la vista del jardín que su mujer cuidaba con dedicación levantó un poco más su ánimo. Fijó la vista alrededor, pero no vio a ninguno de sus vecinos; era un barrio de chalet pequeños, nada ostentosos. Tanteó en su bolsillo la llave del auto, y al volver la vista hacia la casa en una silenciosa despedida, quedó paralizado: dos palabras habían sido pintadas en el frente. Dos palabras con aerosol negro, desparejas y titubeantes, que impactaron en su cerebro con la ferocidad de un balazo. ¿Quién pudo haberlo sabido?
En la desesperación de que algún vecino lo viera, maniobró nerviosamente el auto hasta ubicarlo de culata contra el frente. No tapaba mucho, pero por lo menos ocultaba a medias una de las palabras. Si su mujer llegaba a ver lo que estaba escrito ninguna explicación podía justificarlo. Tenía que pensar rápido, el tiempo le jugaba en contra.
Marcó en el celular los números de la oficina. Era uno de los empleados con mejor promedio de asistencia, en veinte años no había faltado más que por enfermedad, por eso se sintió seguro cuando escuchó la voz de Betiana, la recepcionista: Bety, se rompió un caño de la cocina, tengo todo inundado... Quédese tranquilo, le aviso a Ordóñez que está con problemas. Cortó con apuro, sintió las rodillas flojas y su mente se inundó de una ira amarillenta: ¿quién pudo saberlo? Hubiera querido llorar, su vida siempre fue cuidadosa, obediente de las normas, de las tradiciones, de todo lo que sus padres le inculcaron, pero ahora, aquel error podía cambiarla para siempre.
Tapar las dos palabras era vital; rogó al cielo que el negocio de Don Jaime estuviera abierto y caminó con agitación las tres cuadras que lo separaban de su casa.
Con una lata en su mano derecha y un rodillo en la izquierda volvió apresurado unos minutos después, estaba casi por llegar cuando un bocinazo lo obligó a darse vuelta: Buen día, Horacio, ¿cómo anda todo? La mejor amiga de su esposa lo saludaba desde el coche. Apenas pudo contestar, si veía la pintada no iba a dudar en contárselo. Ella lo saludó con la mano y, para su alivio, arrancó a considerable velocidad.
El pequeño golpe de suerte lo enfrentó con su miedo, se había salvado de la mujer pero podía suceder con cualquier otro, quizás más de uno la había visto sin que él lo supiera. Trató de recordar su actitud de aquellos días: ¿en qué se había equivocado? Creía haber actuado con la mayor prudencia; la cuestión era delicada, exigía reserva. Sin embargo, las dos palabras de tosca tipografía sobre la pared revelaban lo contrario. Alguien escarbaba con comodidad en su secreto.
Angustiado, apoyó la lata sobre el césped, dejó a un lado el rodillo y dio la vuelta para mover el auto. Al levantar la vista, vio que la pared estaba completamente blanca. Volvió a mirar. Nada. Ninguna letra ni rastros de pintura opacaban la prolijidad del frente, como si nunca hubiera sido manchado. Un escalofrío lo recorrió por dentro, ¿se estaba volviendo loco? Ya no era necesario pintar la pared, y sin embargo, lo hubiera preferido.
Sin poder pensar con claridad, abrió el baúl y escondió la lata y el rodillo bajo una lona vieja. Lo mejor era irse, si Amelia se levantaba no iba a poder explicar por qué se había demorado. Se acercó a la puerta del auto y de pronto retrocedió horrorizado: sobre la chapa gris claro resaltaban de nuevo las dos palabras cubriendo todo el lateral con chorreante pintura negra.
Horacio Vallejos no era un hombre devoto, pero en ese momento murmuró las oraciones que había aprendido de niño. El teléfono de la casa comenzó a sonar, fue la alarma que lo impulsó a subir al coche, darle arranque al motor y salir velozmente hacia la calle. Aceleró más de lo debido, con la conciencia clara de dejar al descubierto su propia vergüenza, el oculto pecado que ahora se hacía público. Esquivó autos y no se detuvo en ningún semáforo; con la vista fija, las manos agarrotadas sobre el volante, la mandíbula apretada, vio pasar las calles del barrio y la gente en las veredas como si fueran manchas deforme. Unas lágrimas comenzaron a nublar sus ojos. Si sólo pudiera volver atrás, murmuró angustiado, si sólo hubiera dicho no...
Subió a la autopista, a los pocos kilómetros tomó un camino lateral que lo llevó hacia un descampado. Conocía el lugar, había quedado grabado en su memoria desde aquel día. Paró el auto, quedó abrazado al volante llorando lágrimas que nunca había derramado en sus cuarenta y cinco años de vida. Pensó en la muerte, la muerte como refugio, el dolor de disolverse junto a la vergüenza antes de enfrentarse a los ojos puros. El silbato de un tren, a lo lejos, lo intranquilizó. Podía pasar alguien, quizás hasta llamaran a la policía al verlo dentro del coche, tenía que irse de allí. Pisó nerviosamente la hojarasca, pero algo lo hizo retroceder; no podía dejar que se vieran las dos palabras. Buscó unas cuantas ramas dispuesto a tapar el costado del auto, juntó todas las que pudo sostener con sus dos brazos y cuando levantó la vista las dos palabras habían desaparecido. Pasó la mano por la chapa, buscando alguna huella de la pintura negra que minutos antes estaba frente a sus ojos, pero salvo la tierra que se había impregnado nada parecía afectar la textura.
Aflojó el nudo de la corbata, su garganta parecía cerrarse como si se estuviera ahogando. Dejó caer las ramas; por unos minutos quedó inmóvil, abandonado al escalofrío que había empezado a recorrerlo. Aquella vez se dejó llevar, lo reconocía, pero el peor de los pecados no merecía lo que le estaba pasando. La soledad del lugar acrecentó su miedo, casi temblando abrió la puerta del coche y antes de arrancar, accionó los seguros de las cuatro puertas.
Llegar a la autopista le devolvió un poco de tranquilidad, los coches que iban y venían lo hicieron sentir menos solo. Decidió parar en una estación de servicio; en el incómodo baño se lavó la cara varias veces, se peinó y arregló el caído nudo de la corbata. Cuando arrancó nuevamente, algo lo llevó a pensar en la oficina, quizás era el único lugar para refugiarse por unas horas.
Las caras conocidas lo saludaron con sorpresa: ¿Qué hacés acá? Pensamos que no venías. Che, Vallejos, sólo a vos se te ocurre volver. Usted siempre tan cumplidor, lo halagó Betiana. Improvisó con sonrisa inventada una historia sobre el caño roto y se dirigió a su oficina. Al cerrar la puerta, sintió angustia. Algo había cambiado para siempre y una tristeza de muerte le cubría la piel.
La pantalla en negro de la computadora encendida lo llevó maquinalmente a mover el mouse. Lentamente, del fondo oscuro, emergieron con grandes letras rojas las dos palabras.

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