martes, 4 de mayo de 2010

MARISA PRESTI


EL VISITANTE

Después de mucho vagar, el hombre llegó a la capital. Su aspecto era lamentable; largos kilómetros recorridos se le notaban en el cuerpo encorvado y los ojos cansados.
Aturdido, se sentó en el banco de una plaza. Si sólo pudiera refrescarme un poco, pensó. Pero al meter las manos en los bolsillos apenas encontró un viejo billete de dos pesos y tres monedas de diez centavos.
Ensimismado en sus pensamientos, no se dio cuenta que un niño de entre 5 y 6 años lo miraba desde atrás. El chico se acercó más a su nuca, y el presentimiento de una mirada extraña alertó al hombre. Giró la cabeza, y al verlo, sonrió por primera vez en muchos días. Quizás por ver la carita de susto con que el niño lo observaba. Trató de romper el hielo ofreciéndole un único caramelo que guardaba en su bolsillo derecho. Y entonces se dio cuenta de la pobreza del visitante; como él, en esa fría tarde de invierno hubiera necesitado un buen abrigo, un refugio hogareño con el fuego crepitando en esas viejas estufas de leña. Y una madre, sí, una igual a la que a él le faltó casi desde la misma edad. Y entonces, se atrevió a preguntarle: ¿Y tu mamá? El chico no dijo palabra. Sólo chupeteaba el caramelo, lentamente, quizás con miedo de terminarlo.
Al final, el hombre se levantó tambaleante. Vio de golpe a su padre, borracho como siempre, acercándose a él con el gastado cinturón en la mano. Pensó si al chico le pasaría lo mismo. Quiso saber: ¿Estás solo? ¿Y tus padres? Un gesto de indiferencia se dibujó en los dos hombros que se levantaron al mismo tiempo. Mudo de voz, los ojos negros y profundos se clavaron en los suyos.
No pudo evitar recordar la culposa alegría que sintió cuando una vez, al regresar al rancho, su vecina le dijo que su padre había muerto. Nadie lo quería en realidad, pero como buenos vecinos trataron de darle una sepultura digna. Buscaron al cura del pueblo más cercano, que ofició un funeral breve y sencillo que apenas duró media hora, pero tanto le insistieron en que se quede a cenar que terminó partiendo tres días después.
Miró al niño y volvió a preguntarle: ¿Tenés papá, vos? El chico lo miró con desconfianza; sin contestarle se puso a patear unas piedritas. De pronto, el hombre se dio cuenta que habían quedado solos; en las calles reinaba el silencio. El tiempo había transcurrido sin darse cuenta, quizás era demasiado tarde para que el niño siguiera allí. Bueno, le dijo, es hora que vuelvas a tu casa. El chico siguió pateando piedritas como si no lo escuchara, hasta que de pronto se sentó en el suelo, de cuclillas frente a él. El hombre sonrió para sus adentros. El gato encogió las patas, pensó, sin decirlo. Éste tiene el mismo miedo que yo, seguro no tiene dónde ir. Podría hacerle un lugar en el banco, taparlo con algunos diarios viejos y hasta darle un poquito de calor. Cuando se disponía a acomodar sus pocas pertenencias para hacerle lugar, el chico salió corriendo y se perdió en la oscuridad de la noche. Un grito se le ahogó en la garganta. Tembloroso, se aferró con ambas manos al viejo banco de plaza. ¿Lo volvería a ver otra vez? Sintió que el calor de aquellos ojos infantiles lo calentaban un poco en la fría noche de invierno. Quiso decirle tantas cosas, tanto que no dijo…Gritó un nombre en silencio, un nombre inventado. Y se durmió tiritando. Esa noche soñó que un ángel le decía: Existe otro que oirá lo que nunca hayas dicho.

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