jueves, 8 de abril de 2010

MARISA PRESTI


LA MENTE EN EL POZO

El papel temblaba en su mano izquierda. Era un papel cualquiera, pero para Mauricio Agote representaba el borde de un abismo. Nerviosamente, lo apretó con fuerza, como si pudiera neutralizar la amenaza de las letras escritas en él. En otras ocasiones hubiera ignorado el papel, y con cualquier excusa se iría caminando con el tranquilizador fresco de la mañana. Sabía que todo esto lo limitaba; había perdido muchas oportunidades por el mismo problema. Recordó aquel excelente trabajo en una agencia de publicidad que no pudo soportar, o mejor dicho, no lo soportaron.
Mauricio, esto no puede seguir así. La voz de su terapeuta le taladraba los oídos, le generaba bronca. Estoy harto de escucharlo, con su musiquita repetida en todas las sesiones. Como si fuera tan fácil, pensó, habría que ver qué hace si le pasara lo mismo. Varios métodos habían fracasado; el tordo trató sin éxito de liberarlo probando con meditación, visualizaciones, técnicas gestálticas...y nada, todo siguió igual.
Estuve pensando que usted tiene que enfrentar este problema de una vez por todas. Se negó, como siempre. Y entonces escuchó lo que nunca hubiera creído Mire, si usted no prueba, no voy a poder seguir atendiéndolo. Las palabras lo angustiaron; abandonar lo conocido, buscar otro terapeuta, contar de nuevo la historia de su vida, quedarse sin esa confianza ganada con tanto esfuerzo. Prometió que lo intentaría, y salió del consultorio con los ojos velados de gris.
La oportunidad, sin saberlo, se presentó al conocer a Florencia. Un breve intercambio de opiniones en la conferencia del doctor Cazales le bastaron para interesarse por esa periodista de ojos claros y charla incesante, sentada a su lado. Mintió sobre su presencia en la disertación; llegó a armar una historia de investigador universitario interesado en el tema. Florencia le ofreció su ayuda Podría darte buena información, hace tiempo que trabajo este tipo de notas. Un café compartido sin apuro, mientras caían las primeras sombras del atardecer de aquel sábado que le cambió el humor, fue el comienzo de otras salidas amistosas. Cine, teatro, recitales, hasta el día que ella dijo Te invito a cenar a casa el viernes, ¿podés?
Le anotó la dirección en la pequeña servilleta. Él la guardó cuidadosamente en su bolsillo derecho, con ese bienestar que anticipa la vida cuando nos concede lo que más deseamos. Se aspiró todo el entusiasmo de un sorbo, apenas podía disimular la emoción que corría por sus piernas, y esperó con ansiedad los días que faltaban para el encuentro. Por cábala o para hacer durar más el misterio de la mujer deseada, no miró la humilde servilleta adormecida por las arrugas.
En su sesión de terapia recorrió hasta el más mínimo detalle: la ropa que se pondría, ¿le llevaría flores o bombones?, quizás una botella de buen vino era más informal. Mauricio, trate de hablar de sí mismo, no se subestime. Usted tiene muchos aspectos valiosos, pero generalmente los oculta. Su amor por el arte, esos buenos cuentos que escribe, no se quede callado, a las mujeres les gustan los hombres sensibles. Agradeció las palabras estimulantes; esta vez se propuso no fallar, haría cualquier cosa con tal de lograr el amor de Florencia.
Cualquier cosa. Recordó su promesa sobre el puño cerrado que apretaba la servilleta. Frente al elegante edificio de la calle Sucre, paralizado, consternado, con el estómago endurecido como losa, supo que ella vivía en el piso veintiuno. Cualquier cosa menos esto. Sintió un mareo con sólo imaginarse ahí arriba. Quedó de espaldas, decidido a volverse; el peso del miedo inclinaba de nuevo la balanza en su contra. Te invito a cenar a casa el viernes, ¿podés?; la voz femenina le recorrió el cuerpo. Estaría ya arreglada, con la mesa puesta, la comida a fuego bajo sobre las hornallas, tal vez dándose el último retoque al maquillaje, esperándolo.En un impulso toca el portero eléctrico. Empuja la puerta y entra al hall. Frente a él, dos ascensores automáticos esperan su decisión. Respira Mauricio con toda la fuerza de sus pulmones, y elige el de la derecha. Tembloroso, busca el número veintiuno y aprieta; queda suavemente encerrado mientras el ascensor empieza a subir. Sube, sube más de lo que soporta, sube tanto que se afloja el nudo de la corbata, sube más que el temor de perder a su terapeuta, sube más que su deseo de Florencia. Sube para nunca volver a bajar.

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