miércoles, 8 de octubre de 2008

LULÚ COLOMBO


LA DESOBEDIENCIA DE BETHZÁ

Salió del cementerio y su mente ya estaba puesta en el próximo ataúd. Desde la vereda de enfrente, bajo las frescas tipuanas, aquellas imponentes columnas del frontispicio no parecían presentar mayores peligros. Ajenos a la muerte deambulaban perros sarnosos entre los marmóreos ángeles y las acongojadas madonnas, rascándose displicentes las escaras entre cruces de bronce y lustrados epitafios. Ver los desconsolados deudos esquivando perros y solazarse eligiendo el adecuado a sus propósitos: toda una ceremonia; era difícil apreciar y elegir certeramente lo que andaba buscando. Paseó la mirada por las tumbas y se retiró como había venido: con los deudos. Se hizo lugar en unos de los coches, tan leve que nadie notaba su presencia. "Qué calor"; "hay como lloraba fulanita y menganita, qué delgada que está". Así los comentarios iban tejiendo el sudario y se acercaba, una vez más, la hora de elegir. Cierto es que para quien no tiene prisa, el tiempo es una mera convención. Otra vez un nuevo comienzo, allí donde las otras habían fracasado; un nuevo muerto, a la espera, a disposición... Centellaron los ojos y aquella mujer que se me agarraba como si tuviese efectivamente garras, bajó la mirada para ocultarla. La vi en el cementerio, todo el tiempo estuvo tratando de pegarse a mí, o me lo pareció, sentí esos ojos que parecían estar llenos de sangre. No sé muy bien; en momentos como estos, las cosas son turbias y todo se distorsiona por la fuerte emoción. Parece un recuerdo, o un sueño, pero la tengo delante de mí; no es pariente de nadie, porque los conozco a todos, bueno, a casi a todos. Hace tanto tiempo que no los veo que no me acuerdo de muchos de ellos, porque están demasiado gordos o flacos, o arrugados y consumidos como pasas, en fin, lo que ya sabemos que hace el tiempo con la gente. Pero a ésta, nunca la vi. Este joven no me es apropiado por la edad, pero tiene la insistencia de la sangre nueva; me mira como si nunca hubiera visto a una Dev, quiero decir, a una vieja; si precisamente aquí está lleno de viejos, hay unos pocos niños y a los jóvenes no los dejaron aquí; no sé por qué se muestra tan interesado justamente en mí. Su insolencia me molesta. No sabe y por eso no me deja en paz; me ocuparé de él. Parece desconocer lo que es la muerte y yo se la enseñaré, ciertamente. De dónde habrá salido esta vieja horrible, parece una bruja de verdad. Menos mal que las brujas sólo existen en los libros, porque esta que estoy viendo parece real. Últimamente ando leyendo demasiados cuentos de diablos y magas, llenos de conjuros y de sortilegios; creo que es lo que ha llenado mi cabeza de imágenes terribles; y después me pasan estas cosas. Pobre mujer, me pareció que su mirada era siniestra, aunque pensándolo bien, sólo porque es muy vieja; debería ser menos prejuicioso, algún día también yo seré viejo. Conmovido, reflexionaba con ternura acerca de la lejana vejez. Levantó la vista y lo esperaba el dulce mirar de una encantadora viejita; sacudió la cabeza perplejo ante el espejismo. Sin duda ésta no era la bruja, no podía ser. Sonrió como un autómata, embriagado por un ataque de bondad involuntario; un aire frío pareció cruzarle el rostro. Los otros pasajeros conversaban en voz baja y escondían el sollozo atrás de sus pañuelos asajeros conversaban en voz baja y escondían el sollozo atrás de sus pañuelos de manera que ellos, la anciana y el joven, parecían viajar en un cocheaparte; nadie notó la transmutación. El joven Abelardo, con el corazón inundado de bondad, contempló a la anciana y percibió que se había equivocado, fruto tal vez del dolor ante la pérdida tengo, lo tengo, ahhh, cada vez es más fácil, esto está perdiendo la gracia -pensó Dev mientras le sonreía dulcemente. Permítame joven, sé que es muy duro el trance por el que está pasando, en estos momentos nada puede consolarlo, sin embargo, dada mi edad, tengo experiencia en estas cosas y puedo ayudarlo, y mucho, a sentirse mejor. Después de todo, veo que usted es inteligente. Habrá de saber que es posible encontrarse con los seres queridos en otra dimensión, basta quererlo. Abelardo la miró embotado, no sabía si estaba escuchando realmente eso o si estaba soñando que la viejita le decía exactamente eso. Cómo, dijo para ganar tiempo y asustado miró a las otras personas en el coche, todo seguía igual, eso lo asustó más. Sí, como lo oye, no se asuste, quiero ayudarlo. Lo he observado en el cementerio, tan afligido, que hice lo posible por acompañarlo; usted sabe que a las viejas como yo, les fallan las piernas. Oh, no diga eso -respondió Abelardo- todos llegaremos a viejos, es de la vida. Para ser joven, parece ser usted bastante aplomado. Abelardo se acomodó en el asiento y le respondió: No lo crea abuela, disculpe, me he tomado el atrevimiento de llamarla así. No, no es nada, realmente podría ser mucho más que su abuela, tengo infinitos años. Bueno, no es para tanto, no lo parece; y la observó con más atención. Las arrugas parecían haberse atenuado un poco, no lo podía precisar bien. Es una locura, se dijo, no puede ser que no recuerde el rostro que acabo de ver, y el colmo es que ahora me parezca que la viejita no lo es tanto, creo que estoy enfermándome. Abelardo había pasado dos noches en vela y tenía la sensación de que el tiempo corría en un sentido inverso a lo conocido. Miró a las otras personas dentro del coche, y no parecían ser exactamente las mismas, le hicieron un gesto amistoso y siguieron conversando y enjugándose los ojos llorosos. No sé, hay algo extraño, no entiendo qué pasa. Miró por la ventana del coche, la avenida con sus plátanos conocidos lo consoló un poco, al menos creía saber adónde estaba; volvió a mirar a la viejita, los cabellos ralos y amarillentos que lo habían impresionado al subir al coche, se veían de pronto del color de la plata, y el rodete abultado y brillante como una luna. No, no, creo que lo soñé -pensó. Ahhh, qué cara de desconcierto, menos mal que no se asusta fácilmente, cavilaba la Dev mientras le sonreía como una virgen. Abelardo sentía ganas de vomitar por el mareo que la cambiante figura le provocaba. Bien, ya es mío, veamos cómo me lo llevaré. La viejita sacó un caramelo de un pañuelo lleno de encajes que parecía salido de un museo. Abelardo miró el pañuelo con sorpresa. Sírvase uno, dijo la Dev. Tomó un caramelo como un autómata y se lo llevó a la boca. No es necesario ser muy fantasioso para imaginar que, efectivamente, el caramelo tenía "algo", ciertamente lo tendría; en ese rostro algo se desdibujaba, expresión de lo inefable y de lo horrendo, algo impreciso como las caras de una diosa a la que nadie osó mirar de frente. Abelardo se fue aflojando sobre el asiento y al sentir el contacto de una huesuda mano, tembló, y ya sin resistencia cayó desmayado. El chofer paró, ayudó a descender a los otros pasajeros y subió nuevamente al coche: Hacia dónde, madame -dijo. Sin protocolo, por favor, ya sabes adónde. El coche volvió a ponerse en marcha, esta vez a casa del joven Abelardo. La Dev, naturalmente, estaba satisfecha. No había elegido para sus fines a Abelardo a causa de su juventud, como ya dijimos; pero había cambiado de opinión ante la interferencia del joven. Había desoído las órdenes de regresar junto a su padre; sus hermanas ya lo habían hecho y sólo ella, Bethzá, continuaba aún entre la gente gracias a personas como Abelardo; engañaría a su padre una vez más. El chofer continuó viaje, llegaron a una casona antigua, propiedad de la familia del muchacho. Él era el último de su estirpe ya que sin pausa todos habían muerto en el lapso de pocos años. Los vecinos sentían pena de lo que fuera lapso de pocos años. Los vecinos sentían pena de lo que fuera antiguamente una gran familia, y este joven era el sobreviviente de la desgracia. Se rumoreaba que también él tenía los días contados, alguien o algo estaría por ocurrir que lo llevaría a la tumba rápidamente. Lo vieron entrar acompañado por una viejita simpática y cargado por un chofer uniformado. Eso fue todo. La casona estaba silenciosa cuando Abelardo despertó de la pesadilla de la vieja horrible en el coche volviendo del cementerio; miró los cortinados dorados y adivinó los losanges coloridos, se irguió sobre un codo y observó a su alrededor para cerciorarse de que había estado soñando, no sabía por cuánto tiempo. Vio en el suelo el libro que había estado leyendo sobre los nueve diablos: los nueve Dev y sus hijas; tanto deseó poder leerlo un día y sólo después de las horribles muertes había podido hacerlo; se sonrió distendido y cayó en el sueño una vez más. Al darse vuelta, la mirada de la viejita del coche vino otra vez a su encuentro. Calma, no te asustes, sólo tuviste un mareo, creo que fue el calor y la pena, cosas que pasan en estos casos. El brillo lunar de su rostro resplandeció. Yo te cuidaré -dijo- te repondrás pronto, no te preocupes. Quién es usted, cómo entró a mi casa. Calma, tranquilízate, mi nombre es Bethzá, y conozco a tu familia, los he acompañado siempre, como hoy. No puede ser, están todos muertos. Precisamente. Qué quiere decir con eso. Nada más que lo que te he dicho; descansa, estás afiebrado por el cansancio, duerme. La Dev corrió la dorada cortina y los losanges coloridos quedaron escondidos. Nada podía hacer él, trató de dormir aunque le parecía que eso no era dormir, porque ya estaba en el sueño, y dormir dentro del mismo sueño no le parecía posible. Esto no puede ser, debe ser otro sueño, no tiene lógica, -pensó. Vio a la viejecita sentada en su sillón de leer, se tranquilizó. Puede ser otro sueño, claro, con todas las cosas que uno lee y ve por ahí, es posible soñar dentro de otro sueño, -caviló. La Dev ojeaba el viejo libro que había levantado del suelo. Abelardo había dejado el señalador en la página donde se hacen los conjuros para invocar a los Dev, pero no lo recordaba. Bethzá estaba allí por esas cosas, es más, había estado siempre por ahí, y pronto la vendrían a buscar, como lo habían hecho ya con las otras y Abelardo no sospechaba siquiera esto, postrado, después del funeral, soñando con la viejita. Lo tengo, se dijo Bethzá, y los Dev no me llevarán, él es quien irá con ellos por mí. Abelardo recordó de repente las páginas del antiguo libro que ahora leía la Dev: había una historia de magas, o brujas, que eran hijas de diablos, vestían ricas ropas y gustaban de convocar a las mujeres a bailar en la noche, también protegían las casas, pero para eso debían ser bien tratadas; una historia muy fantasiosa que le había provocado risa. Sonrió débilmente y de pronto vio a la viejecita transfigurándose hasta devenir una joven de fastuoso ropaje que llevaba los plateados cabellos de la luna. Quedó aturdido ante la visión, sin duda estoy soñando -se dijo. No estás soñando, yo soy Bethzá, hija de los Dev, ya los conoces y sabes que vendrán a buscarte. Abelardo ahora estaba sudando de terror; entre los pliegues de la imponente manga de brocados y encaje sobresalían las uñas de gato de Bethzá; quiso cerrar los ojos al adivinar que su fin estaba próximo. Te has burlado de mí todo el tiempo; desde el cementerio vengo acompañando tus movimientos y no tienes más que sentimientos de desprecio hacia mí, no lo toleraré. No deberías haber abierto este libro, tu tía abuela lo escondió en el sótano para que nadie lo tocara. No lo quemó porque sabía que era la puerta de ambos mundos, siempre estuvimos aquí, y seguiremos estando. Tu imprudencia iba a cerrar la única vía por donde los Dev pueden transitar, no lo permitiré. No saldrás vivo de aquí, y no dejaré que el libro sea quemado como sucedió con los otros que estaban escondidos en otras bibliotecas, éste es el último ejemplar. Abelardo ya no sabía si estaba soñando o pensando, o durmiendo, pero recordó que mejor que decir es hacer, entonces se estiró como un gato hacia la ventana de los vitrales coloridos oculta por la pesada cortina dorada. Dio un salto mortal y cayó al vacío con los ojos muy abiertos. Se sintió un ruido intolerable cuando su cuerpo tocó la vereda. El rostro estaba destrozado. Cuando llegó la policía, probablemente avisada por los vecinos, encontraron rastros de patas de gato y pelos blancos en toda la habitación; las pericias no concluyeron si eran cabellos o pelos, gatunos o humanos. Un frasco de grageas para dormir y un pesado libro antiguo con un señalador, también antiguo, donde no se hallaron huellas digitales ni de los muertos anteriores ni las del reciente occiso, sólo pelos blancos, como de gato de angora, o algo similar. La carátula del expediente quedó registrada como suicidio por ingestión de calmantes.El cortejo se dirigió al cementerio una vez más; ahora era Abelardo en su ataúd. No hubo misa, por tratarse de un suicidio. Dejaron las flores sobre la tumba. Bethzá esperaba. Encogió las uñas y cruzó apaciblemente las manos. Sentada en el coche, intangible y real como siempre, esperaba paciente a los que volvían del funeral para acompañarlos, ciertamente.

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