domingo, 7 de septiembre de 2008

FRANCISCO DIEGO GONZÁLEZ


EL MAESTRO

Cuando Antonio Zabala recibió la noticia de la venta de la casa de su abuela, sintió una alegría inmensa. Si bien le tocaba en suerte una sexta parte de la herencia, iba a alcanzarle para comprar lo que siempre había soñado: Un automóvil... Abrió una botella de vino tinto y brindó con Clara, su mujer. Se abrazaron.
Clara pensaba en unas vacaciones en la costa, en un paseo, con el niño, por el zoológico... en dar una vuelta por el río... pensaba en muchas cosas mientras llamaba a sus amigos para contarles las buenas nuevas. Antonio, en cambio, bebía en silencio. Miraba sin ver los programas de televisión y sonreía. Pero en vez de pensar en paseos y viajes, tuvo un pensamiento oscuro. Un único pensamiento enfermo que había ido madurando con los años.
El hombre siguió tomando y tomando hasta terminar la botella. El despertador de las cinco sería implacable, al igual que la tarjeta que tendría que marcar a las seis. Se levantaría con resaca, y por la tarde, después de comer, le daría modorra. Pero nada de eso le importó en esa noche de festejos...
Se acostó muy tarde y la jornada siguiente estuvo hecho un zombi. Cuando salió de trabajar pasó por la inmobiliaria dónde firmó unos papeles. Luego compró la revista "Segundamano" y estuvo hasta las siete marcando los autos que le interesaban. Antonio amaba los modelos antiguos, aquellos hechos para perdurar. Los fierros nobles, las dimensiones amplias... Su auto preferido era el Rambler por que en uno modelo 70, junto a un amigo, habían recorrido el país. Armaron y desarmaron el motor hasta hacerlo sonar como querían. Lo pintaron. Lo pulieron... Conocía a la perfección su sistema de frenos, su amortiguación... Muchas tardes, durante años, habían trabajado en la vereda hasta el anochecer, cuando los vecinos comenzaban a protestar. Los recuerdos venían tan justos y afinados como el motor que entonces bramaba furioso...
Fue a ver un Rambler modelo Ambasador, pero ni bien entró al garaje, sintió un nudo en el estómago. Suspiró por ese auto tan bien conservado que tenía todas sus piezas originales. Muchas estaban cromadas y reflejaban la luz del farol. Las butacas intactas, la radio AM que funcionaba a la perfección... Antonio se retiró sin siquiera preguntar el precio porque no era ese el auto que buscaba... Él no quería una reliquia ni piezas originales. Tampoco quería confort. Lo que necesitaba era potencia y fuerza bruta...
Vio otros autos pero ninguno lo convenció... Finalmente encontró un Rambler modelo 72, y cuando escuchó el motor, supo que al fin lo había encontrado, 4 bancadas y 6 cilindros que lo llenaron de emoción. Fue a buscar la plata a su casa. Firmó. Y después de tantos años, volvió a cruzar la ciudad en un viejo Ambasador. El volante, la distancia de los pedales, el asiento inmenso... Los fierros habían resistido el paso del tiempo. Todo era igual que ayer, todo menos él. Ya no quedaba en su conciencia rastros de aquel hombre idealista. Nada quedaba de su corazón puro y generoso. El tiempo había hecho estragos con sus virtudes. Los años lo habían embrutecido. Le habían resquebrajado las manos y retorcido como un rollo de alambre oxidado. La sociedad lo había convertido en una sombra de rencor que oscurecía sus días.
Cuando Clara vio el auto no pudo ocultar su desagrado y lo tomó como un capricho de la nostalgia... Fueron a pasear a la costanera. Pescaron, comieron en un puesto en la calle. De regreso y a pedido de Clara, pasaron por el rosedal y terminaron la noche en una heladería...
Como primera salida, Antonio pensó que había ido excesivo. No era para hacer turismo ni para pasear con su familia que había comprado el auto. Pero después pensó que no estaba mal hacer feliz, tan solo por una noche, a los suyos.
Al día siguiente al Rambler en un taller mecánico y estuvo toda la semana viajando como siempre, en bicicleta, a su trabajo.
Pronto comprobó la dureza del paragolpes que había mandado colocar. Era una grosería de fierros fabricados para camiones que fueron adaptados al viejo Ambasador, convirtiéndolo en una masa compacta...
Antes de salir a cumplir su sueño, se cercioró de que estuvieran al día todos los papeles. Puso el auto a su nombre. Lo verificó, sacó el registro. Arregló todas las luces, los guiños. Compró balizas... Lo último fue ponerle cuatro cinturones de seguridad y cambiar los neumáticos.
Finalmente llegó el día. Fue un lunes por la tarde, luego de trabajar. Se puso el mejor traje y lustró los zapatos. Se cruzó el cinturón, y luego de encomendarse a Dios, tomó la avenida. Miro sus manos sobre el volante, estaban temblando.
En el espejo retrovisor observó su rostro pálido y pudo ver como bajaban por las mejillas unas gotas de sudor. Tenía taquicardia...
Pasó a unos colectivos, esas máquinas del infierno que tantas veces habían puesto en peligro su vida. Pensaba en los choferes que habían perdido el alma en el asfalto.
Antonio odiaba con todas sus entrañas a esos seres diabólicos, sin moral ni compasión. Los había insultado hasta quedarse sin voz (A dos de ellos llegó a molerlos a palos) Tantas veces lo habían encerrado, lo habían obligado a doblar junto a ellos para no ser atropellado. Con su antigua bicicleta tuvo que subir a muchas veredas para evitar el colapso.
Los taxistas, los remiseros, los autos particulares... todos habían aportado su granito de una arena oscura, siniestra, en el inmenso mar de cemento en que se había convertido la ciudad.
Antonio tenía siempre el mismo pensamiento que volvía a asaltarlo una y otra vez. Solía comparar las leyes de la selva con las de la calle. Sólo habría de sobrevivir el más grande. Y a pesar del desarrollo del hombre, de su inteligencia, de millones de años de evolución, en la calle seguía siendo el mismo animal que en la jungla. Los más fuertes se comían a los más débiles. Los más grandes se imponían a razón de fierros sobre los más chicos. El hombre había llegado a la luna. Había escrito El Quijote y la novena sinfonía, pero era incapaz de respetar a un humilde operario que iba en bicicleta a no hacer otra cosa que trabajar.
Cierta vez había llegado a sus manos un poema de Charles Bukoswsky. Tanto y tanto lo impresionó que lo aprendió de memoria y solía recitarlo en voz baja. Eso ocurría después de algún encierro. Luego de haber puteado y maldecido, mucho después de rumear su grito de indignación y de impotencia: "Manejando a través del infierno”

La gente está exhausta, infeliz y frustrada, la gente es
amarga y vengativa, la gente está engañada y temerosa,
la gente es iracunda y mediocre
y yo manejo entre ellos en la autopista y ellos
proyectan lo que les han dejado de sí mismos
en su manera de manejar.
Algunos más odiosos, algunos más disimulados
que otros.
A algunos no les gusta que los pasen, e intentan
evitar que otros los hagan.
Algunos intentan bloquear los cambios de carril.
Algunos odian los autos más nuevos, más caros.
Otros en esos autos odian los autos más viejos.
La autopista es un circo de emociones
chiquitas y baratas, es
la humanidad en movimiento, la mayoría
viniendo de un lugar que
odia
y yendo a otro lugar que odia todavía
más.
Las autopistas nos enseñan en qué
nos hemos convertido y
muchos de los choques y muertes son la colisión
entre seres incompletos, entre vidas penosas
y dementes.
Cuando manejo por las autopistas veo el alma de
mi ciudad y es fea, fea, fea: los vivos han
estrangulado
su corazón."

Ahora era feliz al sentir que tenía en sus manos la posibilidad de hacer justicia... La primer víctima fue un automóvil Peugeot 405, conducido por una mujer de mediana edad. Una rubia platinada. Con una mano sostenía el volante, con la otra, hablaba por celular. Antonio no podía soportar a los conductores que se la pasaban violando las normas. Había visto muchos accidentes. (Cierta vez escuchó la historia de un taxista que por mandar mensajes de texto, no vio al auto que frenó delante suyo)
Volvió a pensar en la mujer que conducía y hablaba, y se detenía para girar a la izquierda. Antonio no quiso frenar. Quiso hacer valer su tiempo, por más que no tuviese nada que hacer.
La mujer que no había tenido tiempo de leer las reglas de tránsito, o quizás, las había olvidado. El impacto fue rotundo y la parte trasera del Peugeot quedó hecha un acordeón. La mujer bajó con marcadas señas de dolor. Se tocaba la espalda, maldecía... ¿Cómo no frenaste, animal? ¿No viste que puse el guiño?
-Disculpá, no te vi- dijo Antonio con una irónica sonrisa- La mujer comprendió, y supo por ese gesto, que el choque había sido intencional. Sufrió un ataque de nervios. Gritó y gritó e intentó rasguñar el rostro de Antonio que seguía riendo...
Por la esquina pasó un patrullero que de inmediato se detuvo. Antonio apoyó sobre el capot el sobre dónde tenía los papeles, y observó con detenimiento el frente de su Rambler. Ni una marca, ni un rasguño. Cuando la mujer pudo calmarse entregó su registro al uniformado que la multó por girar en un lugar prohibido, y tuvo que esperar una hora a que una grúa se lleve el auto a un taller.
Lo que más bronca le daba era la intencionalidad y todos los perjuicios que sufrió. Como había cometido una infracción, el seguro no le cubrió los gastos que salieron una fortuna. Tuvo que tomar mil remises en el mes y medio que tardaron para componerle el auto, y tuvo que perderse toda una mañana haciendo cola para hablar con el juez y pagar la multa. Estaba indignada. Hablaba con unos y con otros, y a todos les contaba de la locura de este hombre y de su propia impotencia, pero en vez de escuchar el coro de voces en apoyo que esperaba escuchar, fueron otras las voces que obtuvo como respuesta. Voces de duda que hacían hincapié en la infracción cometida. Entre un arreglo y otro tardó dos meses en recuperar el auto y muchos meses más para recuperar su economía. Durante noches soñó con el rostro de Antonio y con esa sonrisa malvada que no podía olvidar. El incidente fue una gran lección porque nunca más volvió a girar a la izquierda en un lugar prohibido. Antonio nunca lo supo y siguió su derrotero por las calles del conurbano bonaerense.
La siguiente víctima de su gesta heroica fue un Renault Clío conducido por un hombre robusto, de talla alta, que cruzó una avenida cuando el semáforo ya había cortado. Antonio estaba muy cansado de estos conductores rezagados. Estos "Pícaros" que en vez de frenar, aceleraban. El también aceleró. El choque fue tan fuerte que el Renault volcó. Antonio se desprendió el cinturón y fue a socorrer al conductor que había quedado entre los fierros. Con dificultad lo ayudó a salir, lo acompañó hasta la vereda donde lo sentó bajo la sombra de un árbol.
El hombre se ahogaba en una tos continua. Escupía sangre... Cuando al fin pudo tomar aire siguió insultando hasta que Antonio, cansado, le contestó: -Oiga, entiendo que esté enojado, pero no fui yo el que pasó el semáforo en rojo. Ni bien terminó de pronunciar la frase se escuchó la sirena del patrullero que se comunicó con una ambulancia. Antonio fue a declarar, y luego de varias horas, recobró la libertad. Supo por los llamados del oficial, que las heridas del hombre revestían cierta gravedad. Pensó que se había excedido, pero después pensó que el accidente sin duda había sido una gran lección para el infractor...
Y así siguió embistiendo a unos y otros, haciendo justicia, educando a los choferes... Le gustaba chocar a los vehículos que manejaban con verdadera saña, malintencionados. Esa manera de conducir tan compradita. Para todos Antonio tenía un correctivo que inexorablemente llegaba, y una vez que ponía en marcha su noble Rambler, ya nada podía detenerlo. Si algún conductor cometía una maniobra incierta, allí estaban los tremendos paragolpes para volver a enseñarle el camino...
Embistió de frente a un Gol que tenía su carril ocupado por vehículos estacionados. El justiciero no quiso frenar ni aminorar la marcha, era el Volsvaghen el que debía hacerlo. En un mundo donde se habían perdido los valores, los gestos de cortesía y la buena educación, él iba a volver el tiempo atrás, iba a ir en busca de los buenos modales. Fue una maniobra inesperada y por primera vez Antonio se vio en apuros. Iban a cierta velocidad y el impacto fue contundente. El conductor del Gol estuvo un mes internado con politraumatismos. Al Rambler esta vez no le alcanzó el paragolpes. Se rompió el radiador y el auto estuvo parado una semana. Antonio también tuvo que reparar las ópticas y arreglar el capot que quedó doblado, pero muy lejos de amedrentar siguió su camino de justicia. Aún no se animaba con los colectivos pero poco a poco fue tomando coraje. Tampoco era cuestión de ser kamikaze y embestirlos de frente, había que buscar una estrategia y pronto la encontró. El Rambler Ambasador convertido en misil apuntaba directamente a los ruedas que eran el talón de aquiles. Un certero golpe, de costado, sobre los neumáticos, era capaz de romperles el eje e inmovilizarlos, y una vez que aprendió el truco comenzó a chocarlos. Los choferes lo querían matar y más de una vez se tomaron a golpes de puños. De tanto en tanto Antonio volvía a la casa con un ojo hinchado. Clara estaba desconcertada y ya no sabía qué pensar. Jamás se imaginó las andanzas de su marido.
Luego de cada choque y de cada gresca, aparecía la policía. Iban todos a declarar. Encontraban culpables a los choferes que eran multados, y las empresas tenían serios problemas con las compañías aseguradoras...
Y así eran los días de Antonio y su rutina de siniestros. Todas las tardes, después de trabajar, salía a cazar infractores. Fue cambiando de barrios y de ciudades, y llegó a conocer todas las comisarías. Su economía comenzó a verse resquebrajada por los continuos repuestos que debía comprar. Pero nada del mundo podía detenerse. Él sabía que le iba a resultar difícil educar a todos los ciudadanos, era una empresa faraónica en la que estaba en juego, además, su salud. Por cada choque, por cada enseñanza de buenas costumbres, Antonio esperaba dejar una lección de vida que no habrían de olvidar. En el fondo de su alma sabía que no estaba equivocado, y que sus impactos iban a dejar huella en la forma de conducir de la gente. Tuvo que enfrentar uno y mil juicios de los que salió indemne. Contrató a un buen abogado que se la pasaba haciendo contra juicios, y con el tiempo comenzó a vivir de las indemnizaciones. A veces, cuando bebía, llegaba a la triste conclusión de que estaba enfermo. Pero sabía también que estaba enferma la sociedad. El era un fruto extraño de esa locura en la que vivía, y por más que se había propuesto dejar de chocar, cuando estaba en la calle no podía dejar de hacerlo. Los demonios atroces se apoderaban de su alma y sobre todo de su pie, que noche a noche volvía a surcar la ciudad, apretando a fondo el acelerador.

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