sábado, 12 de abril de 2008

NEGRO HERNÁNDEZ


LA BIBLIOTECA

Estoy estudiando en la pequeña biblioteca de una institución religiosa. La habitación está en el primer piso y tiene dos mesas rectangulares de madera, varias sillas de esterilla y un mostrador donde la encargada lleva nota de los libros que entrega y recibe. Vengo de lunes a viernes a partir de las seis de la tarde, después de trabajar, y me voy a las nueve de la noche cuando es la hora de cierre. Me queda cómodo venir aquí, a pesar de que no tiene los libros que necesito, porque está a tres cuadras de mi casa y es un lugar muy tranquilo. Dicen que las monjitas son piolas, abiertas a todas las ideologías y en el barrio son bien vistas por todos.
Yo estudio ingeniería, traigo mis libros y cuadernos de apuntes, los otros lectores consultan numerosos temas y géneros que descansan sobre las altas estanterías expuestas contra las paredes. Ella es puntual, llega siempre una hora después que yo, cuando el sol atardece sobre las casa bajas dejando sus sombras largas. Al principio se sentaba en la cabecera de la otra mesa, pero con el transcurrir de los días se fue acercando hacia mi lugar para sentarse justo enfrente. Recién entonces empecé a darme cuenta de su presencia. Tiene una cara grande y redonda, y dos enormes ojos bien negros, pero lo que más me gustan son sus labios que parecen estar dándote un beso perpetuo. Me inquieté cuando una vez levanté mi cabeza y la observé mirándome hasta ponerse colorada. Si estiráramos los brazos podríamos tomarnos de las manos, pensé. En otra ocasión pasó detrás de mí y me rozó deliberadamente con su vestido. Siempre viste igual: un jumper gris con la pollera tableada sobre una camisa blanca de mangas largas, parece un uniforme. Yo no podía creer lo que había sucedido, no me creo un tipo pintón, ni tengo tanta experiencia con las mujeres como para resultarles atractivo. Más bien soy un tipo tímido y callado, siempre estoy con la cabeza pensando en otras cosas. Mi madre siempre decía que no tengo que estudiar tanto, que debo aprender a pedir, y a darle lugar a mis deseos: "No sólo de pan vive el hombre, hijo".
La otra tarde me animé y le escribí en un papelito suelto que llevo junto a mis apuntes: ¿Cómo te llamás? y se lo alcancé adentro de un libro, como si fuera un señalador. Ella me contestó de la misma manera: María. A partir de ese momento nuestra comunicación comenzó a transformarse en un vínculo fluido que permitió conocernos un poco más. María estudia filosofía, lo sé porque me mostró la portada de su libro: "Acerca del ente y de la esencia", de Santo Tomás de Aquino. Y yo hice lo propio con "Resistencia de materiales", de Fliess. Tenemos la misma edad, gustamos de la misma música y somos devotos de la Virgen del Valle.
Los fines de semana la extraño, y cuando llega el lunes me excito pensando que volveré verla. Un día me decidí y la invité a salir después del estudio: Para conocer tu voz, escribí. Ella me contestó: Lo siento, no puedo. Lejos de desanimarme, la respuesta incitó aun más mis ganas de develar el misterio que envolvía su mundo, desatando a mis fantasías más descabelladas. Volví a invitarla varias veces y siempre obtuve la misma respuesta. Imaginé mil razones para justificar sus reiteradas negativas: tenía un novio que venia a buscarla, o un padre terrible que la vigilaba constantemente, tal vez la madre estaba enferma y salía corriendo a cuidarla, o la madre era María y debía atender a su pequeño hijo, y la peor de mis suposiciones era que ella tenía una enfermedad incurable y no quería comprometerse en una relación amorosa para no hacerme sufrir. Lo verdaderamente cierto es que nos atraíamos mutuamente, que había pasión en el breve espacio que nos separaba, si hasta una tarde de primavera nos rozamos las piernas debajo de mesa y estuvimos largo rato disfrutando de nuestro encuentro.
Mi vida se convirtió en un tormento, no podía dejar de pensar en ella y mis estudios se estaban atrasando justo en la fecha cercana a los exámenes. Necesitaba una explicación, una respuesta que calmara mi ansiedad, un Si o un No definitivo, contundente que me hiciera volver a la realidad. Fue entonces decidí seguirla. Cuando María se levantó de la silla y me hizo un chau con la mano (era la primera vez que lo hacía) esperé que saliera por el pasillo que llevaba a la escalera de la planta baja. Me demoré entregando el libro ella había que olvidado devolver sobre la mesa y se lo entregué a la bibliotecaria. Apurado por el temor a perderla de vista, bajé detrás de ella silenciosamente, atravesé el patio de las palmeras y caminé por un corredor apenas iluminado que terminaba en una gran puerta donde una chapa de bronce anunciaba: Clausura.
Allí creí comprenderlo todo.
Estoy estudiando la última materia para recibirme de ingeniero en la misma biblioteca a la que vengo hace cinco años. María no ha regresado desde aquella noche. He contado los días y los meses de su ausencia, casi sin esperanzas. Todavía conservo los papelitos con su letra y la espero con la misma excitación de entonces, la veo entrar a la biblioteca y acercarse a mí y darme un beso en los labios y decirme con su voz candorosa: Te extrañé mucho.
Cierro mi cuaderno de apuntes y recuerdo un detalle. Me dirijo a la bibliotecaria y le pido "Acerca del ente y de la esencia" de Santo Tomas de Aquino. Vuelvo a mi asiento y busco entre las páginas amarillentas de su interior y encuentro mi último mensaje: Te deseo. Detrás del mismo estaba su respuesta, el que me dejó para que leyera antes de entregar el libro. Yo también. Te espero en la terminal de ómnibus a las doce de la noche.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Leí la revista mientras esperaba en la librería Hernández (Corrientes al 1400). Éste es el que más me gustó.

Virginia Edit Perrone. dijo...

Aquí, justo aquí, Morocho de las Letras, enmascarado de Hernández. Aquí, te doy la bienvenida a esta otro camino que la Letra busca para decir y decirse.
A Carlos, a Margiotta, al Negro, a Hernández, a este Morocho apasionado e insistente, porque es así, por la Letra insiste.
Un beso.
Virginia.