domingo, 8 de diciembre de 2019

Claudia Masin

                                                                Potrillo 

Claudia Masin 

 Cada uno carga su familia como los mendigos sus bolsas raídas, que llegado un momento ya no sirven para nada, pero a las que no pueden abandonar: son parte del camino recorrido,  de ellos mismos: es tan difícil soltar lo que nos ha acompañado tanto tiempo, aunque lastime y agobie, y el cuerpo se incline bajo el peso. Como si fuéramos la muesca diminuta en el arma que alguien ha disparado en un pasado remoto, en una tierra desconocida decidieron por nosotros, antes de que naciéramos, hasta los muertos a los que tendríamos que llorar. Pero si nos acompaña una multitud a cada paso, pienso, el aislamiento no resuelve nada. 
Ni construir una cabaña con las propias manos en el monte impenetrable, darle la espalda al mundo y a los demás, volverse un paria que ha rechazado su lugar entre los otros para quedar libre de una deuda que de todas maneras va a tener que pagar. Entonces, si todos los cuerpos 
que alguna vez ha reunido la sangre quedan atados por una cuerda que atraviesa el tiempo y su nudo es increíblemente firme, imposible de desatar, ¿cómo ser en la vida algo más que una especie de fenómeno natural, un latigazo del cielo, un rayo, un temporal, que destroza sin razón y sin sentido, o al revés, una lluvia suave que reverdece el campo seco y trae el alivio a los cultivos moribundos, pero que actúa sin voluntad de hacer el bien ni el mal, por puro impulso desprendido del pasado, de las pasiones, esperanzas o terrores incurables de los que nos antecedieron? A veces creo, pero es una cuestión de fe, no sé si es cierto, que se puede construir una familia a partir de cosas ínfimas que no forman parte de la historia que nos fue contada a través de las palabras o del cuerpo de los que amamos. Que podríamos descender en el tiempo hasta el instante en que aún no habían empezado ni la fealdad ni el miedo, a través de una memoria física que nos devuelva la humilde y pura gracia de respirar. Hablo de atarnos a detalles tan insignificantes que no serían jamás parte del drama y por eso mismo no podrían convertirse en el hueso de tu infelicidad. Sería tan distinto, claro, si tu familia fuera el día en que conociste el verano, la primera experiencia de alegría bajo un chorro de agua en el sopor pesado de la siesta, el olor de la tierra mojada y el contacto del pasto en los pies descalzos. La risa, levantándose como la bruma del calor hacia lo alto. Si fuera tu destino ese punto del pasado, ese resplandor que quedó grabado a fuego, clavado en tu carne como la herradura en la pata de un caballo joven, de un potrillo que en el momento de entrar al establo se retoba y corre y es capaz de fugarse de la vida que le espera.




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