miércoles, 20 de febrero de 2019

Negro Hernández



De hombre a hombre 
Negro Hernández

Cuando tenía ocho años mi padre me llevó al café donde pasaba un rato después del trabajo, antes de llegar a casa. Ese domingo, mi madre acababa de parir a mi hermana y estaba acompañada por la abuela y mi tía Rosa. Me pidió un café con leche con unas medialunas enormes mientras él leía El Mundo. Después me llevó por primera vez a la cancha de Independiente para ver a ese insider izquierdo que la rompía. Esa tarde Ernesto Grillo hizo dos goles que apenas pude ver entre las piernas de la muchedumbre. A partir de ese momento mis visitas al café de la  avenida Mitre y la vía se hicieron más frecuentes en la  medida en que el viejo empezaba a disfrutar de mi compañía, aunque nunca me lo dijo porque hablaba poco, o sólo con ademanes pausados que yo entendía perfectamente, sobre todo cuando alguno de sus amigos se sentaba a la mesa y yo debía callarme  para escuchar la conversación atentamente haciéndome el distraído 
Un día, cuando lo fui a buscar para la cena y lo encontré más serio que de costumbre. Hablemos  de hombre a hombre, dijo, y como en un sueño recuerdo  mi cara colorada escuchando como  me contaba los secretos de la reproducción humana (asi lo dijo), mientras me acariciaba la cabeza que le cabía en la mano. Sentí que había entrado en el mundo de los mayores y en una parte desconocida del mundo de mi padre. En el café de Sarandí aprendí a jugar al ajedrez, al truco, y los códigos de la amistad entre varones. Allí admiré a mi padre con su nobleza de inmigrante y descubrí mis berretines de escritor. Después nos mudamos a la capital y todo cambió. Empecé la secundaria, mi madre me dio otro hermanito y el viejo estaba muy ocupado con un negocio propio. 
Yo andaba medio perdido entre tantos cambios y encontré refugio con unos compañeros del colegio que paraban en La Platense, de la calle Callao. Fueron buenos años. Con el tiempo nos recibimos de bachiller y nos seguimos reuniendo los viernes a la noche, hasta que demolieron el café y la barra se redujo a unos cuatro, que terminamos en el café Paulista. Allí la conocí a Marta, mi primer amor, con la que compartí mucho más que los estudios de periodismo. Un día triste se la llevaron al salir de la facultad junto a tantas otras cosas de mi generación. Hoy tengo mi lugar en el Tres Amigos, donde escribo esta nota. A veces llevo a mi pibe que me acompaña en silencio mientras invento historias. Tal vez sea el momento de hablar de hombre a hombre y se ponga colorado. Otras, cuando ando bajoneado, lo busco a mi viejo entre las mesas del fondo, y él me llama con un gesto suave abriendo  su mano grandota, y yo me acerco, y me acaricia la cabeza, y me dice que querés tomar, y volvemos a casa juntos llevándome del hombro, y me duermo  tranquilo, y sueño que todavía esta, como en la infancia.

             


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