sábado, 30 de junio de 2018

Carlos A. Margiotta



                                   LA FOTO  
                                             Carlos A. Margiotta

Es una foto antigua latiendo en mil grises que se estrellan sobre la cara interior del vidrio encerrado entre las cuatro maderitas que forman el marco nacarado del portarretrato. Detrás, una inscripción adherida junto al soporte que lo mantiene inclinado, dice: 18 de septiembre de 1922.
Ella es joven, demasiado joven para estar de pié en el centro de la foto con su brazo izquierdo extendido sobre el respaldo de una silla donde él esta sentado vistiendo un traje de anchos hombros que deja ver su chaleco abrochado con cinco botones por donde se eleva una camisa blanca con cuello palomita y una corbata brillante.
A la derecha, un chico con uniforme de marinero y pantalones cortos llega con su cabeza casi a la cintura de la mujer rodeada por un lazo oscuro que la ciñe. En su mano sostiene un ramito de flores anónimas junto a otra mano, la de una niña más pequeña aún, que imitando en el gesto a su madre apoya su mano izquierda sobre pierna del padre.
Es una foto familiar tomada en el estudio de un fotógrafo de pueblo donde el telón de fondo cuelga arrugado, disimulando la pared descascarada por la humedad y el tiempo. Todos miran hacia la cámara con solemnidad, como si esa mirada fuera tan eterna como para atravesar el mar en un instante y desembarcar escondida en el papel de un sobre blanco en algún puerto del sur italiano.
El padre es joven, demasiado joven para amagar una sonrisa que no se corresponde con su desafiante cara sin bigotes (¿qué es de la autoridad de un padre sin bigotes?) y su frente amplia insinuando una calvicie próxima. Tal vez sea el único que disfruta con la pose desparramada en la cadena del reloj que cruza el chaleco pendenciero. El chico, se parece al padre, y levanta las cejas para que su mirada llegue al cielo primero, mientras aprieta los labios de su boca exagerada como mordiendo un secreto, ese secreto familiar del cual aún no sabe nada, todavía.  
La luz, como buscando, privilegia el rostro de la madre para iluminar su belleza resignada, casi dolorida en un encuentro perdido con sus exultantes pechos. Su vestido claro cae hasta los tobillos que terminan en sombras, mientras su vientre, su amoroso vientre, descansa sobre el moño atado en el pelo de la pequeña, inocente niña, amorosa niña, conmovedora niña de profundos, asombrados, hermosos, curiosos, incrédulos, grandes ojos de mi madre.

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