sábado, 24 de febrero de 2018

Mary Vicy

                 

Amar se escribe con C 
Mary Vicy

Ella era así, tan especial con los secretos de sus costumbres como para enseñar aún en silencio.
MiMa tenía un rito donde el té, el café o el mate cocido ocupaban un lugar muy importante en su historia de vida. Cuando le pregunté que significaba esa sutil ceremonia, apenas me echó una mirada y contestó:
-Sólo hay que observar, sólo hay que atender- y su mirada se perdió más allá de la ventana, como si sus secretos estuvieran escondidos entre las flores del jardín.
MiMa era así, tan peculiar y tan increíble. Si debía servir dos tazas de té también servía una tercera y la arrinconaba contra la pared en la larga mesada de mármol morado pegadita al microondas. Hacía lo mismo con las de café o mate cocido. Era entrar y ver a las tres juntas, acurrucadas, esperando a que alguien se hiciera cargo de ellas.
- Hoy me quedo a dormir Ma- anuncié ese frío viernes de invierno. 
Colgando mi abrigo y la bufanda en el perchero de la entrada, me dirigí a la cocina y como si fuera un acto reflejo de mi vida cotidiana, elegí la taza de café y la puse a calentar en el microondas. Ella, feliz, apareció con los anteojos bailando en la mitad de la nariz – Mica y los chicos se fueron a pescar con unos amigos a San Pedro. 
- ¡Qué locos, con este frío! – fue todo el comentario pero estaba contenta, no teníamos tantas oportunidades de pasar unos días juntas recargando el sin fin de los afectos. Después del beso comenzó con su ceremonia ¡Para mi resultaba tan natural verla llenar una taza de café y colocarla con las otras dos a la espera de algún visitante! Si no lo hiciera, me habría llamado la atención. 
MiMa tenía la boca llena de “si”,  “si, dale”, “te acompaño ¿querés”, siempre tan presente en nuestras vidas aunque estuviéramos ausentes.
Pero un día los alientos comenzaron a menguar y me dí cuenta que había entrado en otra etapa, comenzaba a sentirse sola. MiMa se estaba desgastando.
- ¡Buenos días! -la puerta de la cocina se abrió lentamente - ¡Que frío doña!- comentó la vecina, una enfermera jubilada que cada día venía a tomarle la presión.
Después de compartir los besos, dejó el aparato sobre la mesa, tomó la taza de té y esperó a que se calentara mientras mi madre, sonriendo en silencio, desnudaba presta su flácido brazo. En pocos minutos nos puso al tanto de los chismes barriales que había recolectado en la atención de otros pacientes y culminaron cuando guardó todo en su bolso. 
- Está muy bien MiMa, gracias por el tecito- y como vino se fue, siempre acusando su tan mentado apuro.
No se había cerrado totalmente la puerta cuando la taza fue lavada y llenada nuevamente de té para ir a dormir al lados de las otras dos
Y un día mi madre se fue diluyendo entre las flores del jardín como si fuera un recuerdo cansino, sin decirme adiós.
Continué en mi casa con la costumbre de las tres tacitas y con el correr de los años descubrí el secreto del ritual.
 Era la invitación a sus afectos que al pasar, hicieran un alto en la casa sabiendo que allí los espera una calentita taza de café, té o mate cocido, intercambiando besos, secretos de a dos o algún chisme barrial que nos entretuviera.
Con el corazón hecho un ovillo descubrí en un dejo de nostalgia los restos de besos que tanto me hacen falta junto al calor de la grata espera y me inundé de emociones capaces de revivirme.
Mi madre me enseñó que amar se escribe con “c”, con “c” de casa, con “c” de cielo, con “c” de corazón.



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