sábado, 24 de febrero de 2018

Marisa Presti

                          
El estrudell  
Marisa Presti


Su presencia imponía respeto. Era corpulento, de tez morena y sombría. Su mirada torva parecía traspasar personas y  cosas. Los labios, siempre con un rictus amargo, estaban coronados por un bigote espeso recortado al estilo de los antiguos piratas.
En el barranco, todos trataban de esquivarlo. Le tenían miedo. Desde que el ferrocarril había dejado de andar, sus aires de capataz sin subordinados había ocasionado más de una pelea. Era, sin duda, un hombre violento, que no necesitaba más que un pequeño malentendido para armar  pelea.
 Cuando Gertrudis lo vio, parado en el marco de la puerta, fue tan grande el susto que casi se le cae el estrudell que justo estaba sacando del horno. Su madre, cuyos abuelos eran alemanes, le había enseñado una receta de la auténtica delicia de masa hojaldrada. Una receta que ya tenía historia, porque había pasado de generación en generación.
El hombre apenas murmuró un saludo, mientras le señalaba el pastel. Cuánto cuesta, dijo. Gertrudis no comprendía. ¿Cómo? Que cuánto vale lo que tiene ahí, repitió el intruso. No sé, titubeó. Y cuando ya, sólo del susto, iba a decirle que se lo llevara nomás, que ella se lo obsequiaba (con sólo que se fuera de su casa), algo la hizo reflexionar. Hacía cuatro días que su marido no podía comprar leña debido a los escasos fondos que había en la casa. Así que calculó: tantos pesos, tanta leña, y rápidamente dijo: "vale 7 pesos". El hombre hurgueteó en sus bolsillos, puso un billete y monedas sobre la mesa, y casi sin mirarla, estiró la mano para agarrar el estrudell.
Cuando se fue, Gertrudis suspiró aliviada. Un poco por el susto y otro poco por la alegría que le iba a dar a su marido. El mundo, pensó, a veces parecía tan simétrico, y otras, como ahora, permitía recrear nuevas formas, nuevas salidas, esperanzas que se abrían a un firmamento distinto, donde los planetas danzaban y se permitían libertades que normalmente no tenían. Ella había sido una privilegiada, había esquivado los reveses de un invierno crudo gracias a esa conjunción del azar. Se sintió feliz, eufórica, hasta le dieron ganas de montar en su pobre asno y salir a cabalgar los prados como una amazona descontrolada. Se puso a cantar. Tenía temor que la invadiera la nostalgia, algo que casi siempre le pasaba cuando estaba contenta, como un sentimiento de culpa que la iba invadiendo aunque no quisiera. Qué culpa tenía ella que la diosa fortuna la había elegido en vez de a otros. Qué culpa.
El sonido de su voz, a todo el volumen que podía darle, distrajo su oído de los cascos de un caballo que se acercaba. No lo vio hasta que de nuevo se recortó en el marco de la puerta. Mentirosa, le dijo. Y apretó reiteradas veces el disparador del fusil que sostenía entre las manos. Gertrudis cayó boca arriba. Sus ojos quedaron abiertos expresando el estupor de la visita.
El hombre agarró el billete y las monedas que estaban arriba de la mesa. La miró, y despechado dijo: nadie me vende pastel de membrillo disfrazado de manzanas, de mí nadie se burla.
Pobre Gertrudis. A veces el mundo es tan simétrico como parece.



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