La rajadura
Estela Parodi
El
tío Andrés llegó a mi casa el día de mi séptimo cumpleaños. Los ojos de la
abuela se pusieron tristes al verlo.
El
rostro desgastado, la barba semicrecida y un aspecto andrajoso en su
vestimenta, mostraban que el tío Andrés no volvía precisamente de una victoria.
Pasaba
horas encerrado en su habitación, lugar vedado hasta para la sirvienta. Mi
curiosidad aumentaba con esos encierros y a veces hubiera querido destrozar a
patadas, la pared que separaba su habitación de la mía. Recostado en mi cama,
mirando la mancha de humedad del cielo raso pensaba sólo en cómo hacer para
descubrir el secreto. ¿En qué ocupaba el tío Andrés toda la noche? ¿Por qué
elegía esa música?
Como
el vidrio de la puerta rozaba casi el techo, la única posibilidad era
encontrarle una falla a la pared. Durante días y días hurgué en cada poro
buscando alguna ranura, algún agujero que me permitiera acceder al espectáculo.
Pero la pared estaba lisa, espantosamente lisa. Cuando llegué a esta
conclusión, me senté sobre el piso desilusionado, exhausto, observando el
montículo de cosas que había amontonado para elevar mi estatura y entonces fue
cuando, por casualidad, mi mano lo descubrió. Encima del zócalo, el revoque se
estaba descascarando. Con un lápiz amplié la rajadura hasta perforar la pared.
Luego me tiré boca abajo para mirar por el boquete. La visión de la otra pieza
era perfecta. Sólo quedaba esperar.
Poco
antes de la medianoche, cuando el silencio aplastaba ya la casa, me levanté.
Cuidando de no hacer ruido me tendí sobre el piso nuevamente, pegué mi ojo
derecho al agujero y apoyé el mentón sobre el zócalo. A cada rato tenía que
refregarme las pestañas para despejar la humedad que licuaba mi mirada y el
nerviosismo que me había tensado hasta el último de los músculos. Mientras
tanto, del otro lado, el tío Andrés intercalaba su atención entre un grueso
libro de páginas amarillentas y el reloj, que a cada rato descolgaba del bolsillo.
Sin embargo, los ruidos que yo había escuchado durante tantas noches habían
sido demasiado extraños para que pudiera creer en esa intensa quietud de mi
tío.
Después
de la tercera vez que me limpiaba la nariz y las pestañas para sacudir el
polvillo, y ya con los codos doloridos por la madera, vi que colocaba el libro
sobre la cama, suspiraba profundamente y empezaba a desabrochar, tranquilo y
meticuloso, uno a uno los botones de la camisa. Supe que podía suceder en
cualquier momento. Debería controlar ese cosquilleo molesto, aguantar el dolor
de los codos y descubriría enseguida ese secreto tan hermético que el tío
Andrés guardaba en la semipenumbra de su pieza, después que el carrillón de la
sala sonara el último de los doce compases.
Se
había quitado ya el pantalón y acomodado las dos prendas con prolijidad encima
de la colcha tejida, al lado del libro. La ampulosa desnudez de su barriga
brotó sobre las piernas, apretadas con calzoncillos grisados que terminaban en
grandes zapatones negros. La luz, escasa, sombreó la desproporción de su figura
en la pared y tuve que taparme la boca con las manos para atajar la carcajada.
Abrió
el ropero y sacó unas telas y algo más que no alcancé a distinguir muy bien.
Cuando acomodó todo sobre la silla, la blancura de sus brazos hizo chirriar el
brillo de los colores. Entonces, mi ojo asombrado se abrió al máximo y lo vi
colocar encima suyo aquellas telas, que en ese momento, sí, reconocí como un
vestido. Cuando terminó, se sentó en el tocador con espejo que había sido de la
abuela y que unos hombres (sin saber yo por qué) habían trasladado hasta su
pieza. De uno de los cajones extrajo un cofre y tomó unos collares de gruesas
perlas que enroscó en su cuello. Del otro, una caja con maquillaje que abrió
para pasar rubor pintar labios y párpados y engrosar las pestañas. Me corrió un
frío por los huesos. Ése ya no era mi tío Andrés. Con esa peluca enmarañada que
ponía sobre su cabeza, era casi una mujer.
Me
senté sobre el piso y traté de contener mi agitación. Creo que en ese punto ya
había olvidado el polvillo, la humedad y los codos. No me sentía bien pero mi
curiosidad pudo más y nuevamente me tiré sobre el piso tratando de llegar al
final. Estaba mirándose al espejo sonriendo satisfecho. Luego caminó hacia el
rincón y colocó la púa del fonógrafo sobre el disco. Era la misma música que yo
había escuchado cada noche desde mi cama deseando que la pared fuera cristal.
Era la misma música. Y el tío Andrés bailaba. Sonreía, gesticulaba con sus
labios furiosamente pintados, movía las manos con delicadeza y volvía a reflejarse
en el espejo. Por un instante me pareció que el tío Andrés le hablaba a
alguien, que sentía la presencia de alguien, allí, junto a él. Por un instante
también, me pareció ver una silueta esfumada, reverenciando con alguna galera,
a mi tío Andrés.
El
sonido siguió con acordes cada vez más graves, pesados, estrepitosos, que
chocaron contra mis oídos haciéndolos estremecer.
Entonces,
levantó sus brazos intempestivamente, como si él también hubiera llegado a su
clima más alto. Con los ojos desorbitados y las venas a punto de estallarle en
la garganta, lo sentí temblar, sacudirse en contorsiones violentas y secas que
transmitía a toda la pieza, a las paredes, a mí. Estuve a punto de gritar justo
cuando se desplomó sobre la silla. La música se acalló de golpe y la púa
repitió ronca un quejido que acompañó al tío Andrés que, encorvado, con los
volados en desorden entre las piernas abiertas y las manos cansadas sobre el
vientre fajado, lloraba. Vetas negras y rojas chorreaban sobre el rostro,
desfigurándolo, convirtiendo al tío Andrés en una máscara destruida por las
lágrimas que seguían cayendo, manchando el azul vestido, los tremendos
zapatones, la oscuridad del piso.
Sentí
náuseas. Ya no era una mujer, ni siquiera aquel tío que alguna vez yo había
conocido. Los codos no aguantaron más y el pecho se me desbocaba. Caí sobre la
cama temblando y creo que me quedé dormido, empapado de sudor y llanto.
Al
otro día vino mi padre a despertarme. “El tío Andrés ha muerto del corazón”,
dijo. “¿De cosas del corazón?”, pregunté.
Más
tarde vaciaron su cuarto y pude ver a otros hombres cargando el viejo ropero
del secreto. Llevé yeso y agua a mi pieza, y tapé el agujero.
Del libro Cuentos Desnudos
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