viernes, 17 de julio de 2015

María A. Escobar



El Bombardeo  María A. Escobar

SI, lo mío fue jodido pero pasó tanto tiempo que ahora sólo me parece un mal sueño. Me hice zurdo al perder la mano derecha y me las fui arreglando, pero pensando en los que murieron, en los que quedaron terriblemente mutilados y hasta algunos medio locos, alucinando una y otra vez el estruendo de las bombas cayendo a centímetros de donde estaban, bueno, lo mío no es nada.  Murieron pibes, sabés, pero de esto no hablaban. Ya soy muy viejo pero  no me olvido nunca.
Yo tenía un puesto de diarios en la recova, en donde estaba la catedral.
De alguna manera estaba protegido porque a la catedral no la habrían de atacar (eso pensaba). El puesto de diarios no era mío, pensá lo que vale un puesto en ese lugar. ¡¡Una fortuna!! El dueño era Don Isaías, que le arrastraba el ala a mi vieja, viuda desde que yo tenía cinco años y, para congraciarse con ella me empleó a mí para atender su kiosco. La paga era poca pero al frente de mí estaba la plaza de Mayo, con sus palomas, sus niños y sus viejos que tomaban sol y hablaban con otros viejos. Éramos felices, entonces éramos felices, hasta los pobres, como yo, que no éramos tan pobres. Nos sentíamos cuidados. Hasta aquella mañana. Pero lo que más tengo presente fue la suerte del pobre Beto, que era casi un niño, no por la edad que tenía, que siempre me resultó difícil de calcular (él no la sabía), sino porque era lo que se llamaba un tonto, con una eterna expresión de sorpresa en sus ojos azules y que aplaudía por todo lo que lo entusiasmaba: las palomas, el triciclo de un niño, el uniforme de los granaderos…
Nunca supe de dónde había salido, si tenía familia o no pero alguien debía ocuparse de él porque su ropa estaba gastada pero limpia, calzaba zapatillas boyero, sin medias, con ese frío punzante de junio y una campera emparchada en los codos.  Se había instalado un día, sin pedir permiso, sin molestar y, cuando no había nadie en el kiosco miraba las revistas, sin tocar nada. con una sonrisa bobalicona. A fuerza de mirar ya conocía los diarios y era Beto (su nombre lo sabía)  quien se lo alcanzaba al cliente.
Empecé a enseñarle el valor de las monedas y comenzó a hacerme algunos mandados, sobre todo comprar algo para comer que compartíamos por partes iguales.
Era como tener un hijo al que había que educar, un hijo dócil y agradecido. ¿Eso era amor? ¿Porqué había que ponerle un nombre? Lo cierto es que empecé a acostumbrarme a él  y, cuando demoraba me asaltaba una especie de inquietud, de desasosiego como cuando un hijo llega tarde de la escuela. Y cuando lo veía doblar la esquina no podía evitar un suspiro de alivio que se me escapaba entre los dientes que entrechocaba  debido al intenso frío.  No habría sol ese día, no habría sol por mucho tiempo, ni niños, ni ancianos y hasta las palomas se habían ido hacia otras plazas en el preciso instante en que comenzaban a aparecer los primeros aviones y las primeras bombas. Era como si el mundo se estuviera derrumbando en medio de un estrépito ensordecedor. 
La gente corría despavorida pero muchos eran alcanzados por las bombas.  Aterrado, yo me amparaba bajo el puesto. ¿Y Beto, dónde estaba? Saqué la cabeza y lo vi, en medio de la plaza, mirando los aviones y aplaudiendo. Pobre infeliz, ¿creía que aquello era una fiesta?. Le grité, le grité hasta quedar ronco, pero en medio del estruendo no me escuchaba.  Entonces corrí hacia la plaza, para sacarlo, pero no llegué, una bomba lo hizo volar en mil pedazos. Un fuego ardiente me voló la mano derecha. Empecé a correr sintiendo que, en cualquier momento me desmayaba de dolor.  Me alejé de ahí todo lo que pude y no sé cómo desperté en una cama de hospital. 
No había podido hacer nada por Beto.  Dicen que Dios protege a los inocentes, pero ese día Dios había mirado hacia otro lado.



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