martes, 17 de marzo de 2015

María A. Escobar


El verano de los otros  María A. Escobar


Las fiestas habían terminado dejando un saldo desfavorable en su cuenta de ahorro y algunos destrozos que los niños habían perpetrado en sus plantas y en los pequeños adornos que no tuvo la previsión de esconder. La hija más pequeña de Julio, Malena, dio vuelta el costurero de mimbre y rodaron por el suelo botones e hilos para gran  algarabía del resto. Los padres se tiraron al suelo para juntar hilos y botones, aunque algunos habían rodado debajo de los muebles y ahí quedaron. Julio y su mujer, Juana, volvieron a sus asientos y a la charla con hermanos cuñados y cuñadas. Ella tuvo que contenerse para no darle a la nieta el pellizcón ciertamente bien merecido. Los más grandes tenían sus tablets y sus plays, pero la casa de la abuela era infinitamente más divertida. Por ejemplo, saltar en la enorme cama de bronce o jugar en el fondo, lleno de plantas con incipientes frutales que comieron aunque estaban agrios y calientes.

Fue difícil traerlos a la mesa. No tenían hambre, lógico. Pero sus padres no pensaban dejar de disfrutar de una cena opípara. Los chicos comenzaron a llorar de dolor de barriga. La fruta verde y caliente estaba haciendo estragos. Corridas al baño, pensar dónde encontrar un médico justamente ese día. La abuela preparó un té de manzanilla para rodos y, finalmente se durmieron en la gran cama de la abuela, luego que Ester encontrara un antiespasmódico en su cartera, en donde solía llevar toda una farmacia. La primorosa colcha de la abuela quedó olorosa a mierda, pero los padres, ya distendidos y luego de haber brindado con sidra y siguiendo con el vino, comenzaron a hacer planes para las vacaciones. Hubo acuerdo mayoritario por la playa.  (Viendo su desaprensión, la abuela temió que se ahogara alguno). Vos también  venís, vieja, dijo Gustavo. Ni loca, pensó ella. Sus vacaciones las pasaría ahí, en su casa y, tal vez, vendría Maruja que, como ella, vivía sola sin más verde que algunas macetitas en la ventana, en su pequeño departamentito capitalino.  Adoraba a sus nietos,

pero sólo los soportaba por un rato. Estaban muy mal criados y se los endilgarían a ella, que ya estaba vieja y tenía sus achaques. Hacía años que no se movía de su casa en donde se desplazaba como pez en el agua. Hacía años que el verano era de los otros.

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