jueves, 19 de diciembre de 2013

Fernanda García Lao









                         Bisturí Fernanda García Lao

No quiero que me llamen por mi nombre. Prefiero que me digan señor. Así no me desgasto. Tampoco voy a decir el tuyo. Y no pensemos en tu estado actual: destruido. En esas bolsas hay otros en las mismas condiciones. Algunos vuelven. Suena arriesgado, pero he creído reconocer algunos cabellos. Después prefiero pensar que son invenciones. Como yo. Nada es simple y no es una frase. Yo he visto a la muerte en persona paseándose por ahí como una putita en celo.
No anoto. Trabajo de memoria.
Me da una sensación asquerosa de realidad sacar una lapicera; abrir un cuadernito es asqueroso. No me gusta dejar constancia. Si uno piensa que todas estas bolsas eran gente con familia, se inmoviliza. Al llegar, lo primero que te dicen es que se resuelven como un crucigrama, sin psicología. Los sentimientos por un lado y las bolsas por otro.
Me gusta sentirme parte de algo grande.
Voy detrás de un objetivo enorme. Siento la necesidad imperiosa de modificar. No soporto ser un elemento pasivo, quiero sentir que estoy participando. Cuando iba a la montaña tenía por costumbre cambiar un par de piedras de lugar. Esa sutil diferencia me hacía bien. Yo estuve ahí, me decía. No hay que destruir, hay que ayudar al movimiento. Un objeto inmóvil es una derrota de Dios. Esto es lo mismo, pero a gran escala.
Las viudas vienen preparadas para hacer escándalo.
Yo les abro la bolsa y les muestro los pies muertos. Cuando empiezan a dudar, cuando se dan cuenta de que nunca les conocieron los pies, les enseño el resto. Me entretengo estudiando cada forma de dolor. Hay diez o doce.
Hace un rato, trajeron a una chiquita.
Tenía las manos apretadas. Tuve que lavarla y entonces entendí que estoy muy enfermo. No me importó limpiarla con el trapo. Después de la autopsia, como nadie venía a reclamarla, le desenredé el cabello.
Me acordé de mí, cuando era chico. Quería trabajar en el circo. Un día dibujé que me disparaban de un cañón y las caras de asombro de los espectadores, vistas desde arriba. Mi padre se rió y me llamó infeliz. Observé el dibujo y lo rompí lentamente en tiras perfectas. Gracias a mi padre soy un profesional. No hay nada más real que la muerte.
Miro a mi asistente y lo imagino sobre la mesa de disecciones. Abro su camisita gris, corto la cadena. Es sumamente peludo y correcto. Parece normal. Pero eso es imposible. Qué miserias lo aguardan. Su tórax es un cuadrado perfecto, atravesado por músculos en tensión. Dice que está enamorado. Canta y siempre se las arregla para sonreír, aunque no haya motivos. Mientras se saca una bala de un maxilar con el bisturí manchado, no se puede ser feliz.
Cuando llegué esta mañana había una cartita de Salta.
La pisé. Era una carta oscura, olorosa y palpitante. No era para mí. Era para él. Abrió tiernamente el sobre y sacó una foto. Había poca luz y me dio miedo. Pensé que podría matarlo y ella no se daría cuenta. Fumé un cigarrillo y entonces me mostró a su novia. Una niña con la dentadura perfecta y los ojos hundidos. Me hizo bien verla, tan normal y relajada.
A veces en la calle me da vergüenza estar tan solo y sigo a alguien. Me da ganas de llorar que seamos tantos y nadie me conozca. El viejo del bar es igual que yo dentro de cien años. Sedentario y sediento, con ganas de estrellarse contra una boca abierta.
Siempre hablaron del calor del infierno
Pero acá, hace frío. Todavía no resolvieron el asunto de la temperatura. Resulta que no, que el infierno podría ser muy frío, gélido. El diablo seguro que usa abrigo de piel.
Me ha salido una cana junto a la oreja derecha.
Estuve absorto contemplándola. Llegué tarde, con la cana en el bolsillo. He estado todo el día pensando en ella. Decidí incorporarla a otro cuerpo. Tu pelo es tan negro y largo que mi cana brilla. Parece una luna. Después hice una foto, de nosotros. Estaremos unidos capilarmente para siempre.
Hoy mi asistente llegó tarde y habló de felicidad.
Presentó su renuncia. Después tomamos café y yo me sentía agobiado. Sentí el peso del delantal blanco. Él me invitó a acompañarlo a Salta. Entonces decidí que sí. Merezco unas vacaciones. Coloqué tu corazón en una heladerita de viaje. No podía dejarte. Seguro que estarías de acuerdo. Subimos al tren y era fantástico estar vestido como los demás. Confundido en los vagones como la gente común, temerosa. Mi asistente pasó a llamarse Enrique.
Te coloqué debajo del asiento. A medida que pasaban las horas, él comenzaba a tomar más entidad. Fuera de la morgue resultaba ser una persona participativa. Compró gaseosas y bromeaba con todo el mundo. La camisa entreabierta mostraba su pelambrera cabría, y la cadenita brillaba. Incluso al masticar era hiperactivo. Cambiaba el bocado varias veces de lugar, bebía y comentaba. Yo estaba sensibilizado, fuera de lugar.
Sentí sus manazas sobre mi cuerpo.
Me tapó durante la noche. Abrí los ojos y vi todo en blanco y negro. El sonido del tren me recordó el amor.
Llegamos a la hora de la siesta.
La provincia dormía y el sol se había adueñado de todo. Pensé que habría que gastar para conseguir un taxi, pero nos estaban esperando. Un tipo delgado, con una cicatriz en el cuello bajó del auto y nos hizo señales. Yo estaba nervioso por el nivel de la temperatura. Era tórrido. Pedí unos hielos en el bar de la estación y en el baño abrí la heladerita. Tu corazón estaba sobre un charquito de agua sucia. No sé cuánto tiempo podré conservarte.
Mi palidez contrastaba.
La familia de la novia era de color rojizo. A ella no la vimos por que dormía hasta las siete. Yo esperaba un rancho y me encontré con una casa bien armada con patio, aljibe, y cuartos con persianas importantes. Te puse en el ropero.
Como el sol se debilitaba, la familia se acumuló en el patio.
Pasaban varios mates y me miraban torcido. Gente amable pero desconfiada. Enrique jugaba con los perros. En un descuido me introduje en la cocina para buscar cubitos. Me tenías preocupado.
Entonces la vi a Mercedes. Todavía en camisón, el pelo largo y fino, la cara redonda. Parecía el rostro oculto de la luna. Los dientes blancos como el camisón. La mirada negra. Me preguntó quién era y tardé un instante en responder. Realmente no me acordaba.
Olvidé el hielo.
Después del primer pudor, hablé como un hombre culto. Mercedes se sentó y me invitó a un vaso de limonada. Sin darme cuenta, esquivé mi profesión. Pasé a contarle acerca de mi infancia. La casa de mi abuela, las tortugas, el limonero. Enrique gritó su nombre. Ella me miró, con complicidad, y dijo que debía vestirse. Desapareció como había llegado, a una velocidad sobrehumana. Yo había tenido el privilegio de verla en camisón.
Me acomodé en una silla bajo la parra.
Algo había cambiado en mi cara. Sonreía sin motivo. La abuela de Mercedes fumaba unos cigarrillos que ella misma armaba y me mostró sus juanetes. La gente viva es fantástica. Creo que los había malinterpretado. Cenamos en el patio. Mercedes vestida era otra cosa. Si fuera mía la obligaría a vivir en camisón. Ahora parecía una muchachita común. Enrique se comportaba como un hermano con ella. Yo los observaba mientras la abuela me mostraba el clavo que tenía en la rodilla.
Después fumé y me descompuse.
Enrique me llevó hasta la habitación que nos habían asignado. Me recosté y escuchaba las conversaciones a través de la ventana abierta. Entonces me acordé. Abrí la heladerita, pero no tuve ánimo para mirarte. Me quedé dormido.
Habrán pasado veinte minutos cuando me despertó un gruñido.
Los perros se peleaban por algo. Prendí la luz con una opresión insoportable. Tu corazón estaba siendo disputado. No pude detenerlos. El más grande consiguió el mejor pedazo. El blanquito se conformó con una pequeña parte y se metió debajo de la cama de Enrique. Yo no me moví; escuché como te devoraban hasta el final.
No conseguí dormir esa noche. Estaba desconcertado.
Enrique apareció sonriente a eso de las dos. Tras él, los perros. Se instalaron amablemente a su alrededor. Evidentemente trabajaban para Enrique. Pensé en lo sucedido. Había rencor en las fauces de esos salvajes. Una personal ponzoña.
A las seis no pude soportar más en la habitación.
Me bañé y salí sin desayunar. Caminé lentamente por la ciudad. Me detuve en la iglesia de San Bernardo. Nombre de perro. Había una lista en la puerta. La boda de Mercedes y tu asesino sería al día siguiente. Yo te debía una venganza.
Volví a la hora del desayuno.
Mercedes en camisón, cebaba mate. La tomé de la cintura. Enrique durmió hasta el mediodía. A la hora del almuerzo Mercedes ya era mía. Me sobraron dieciséis minutos. Almorzamos con naturalidad. Después, Enrique salió a buscar los anillos. Tomé a Mercedes dulcemente y la introduje en el auto del tío. Manejó ella, en dirección a la montaña.
Dejamos el auto al costado de la ruta y seguimos ascendiendo.
Yo tenía el bisturí en el bolsillo interno. Llegados a la cumbre, me faltaba el aire. Me sentí insignificante y un poco buitre. Mercedes estaba mágica. La miré recordando la saliva densa de los perros. La sonrisa de Enrique. Mi delantal blanco. La senté sobre una piedra. El viento aullaba.
Tomé el bisturí. No creas que no dudé.
Regresé a la ciudad visiblemente oxigenado. La abuela se afeitaba en el patio. Dijo algo sobre el brillo de mis ojos. El resto de la familia dormía la siesta.
Nunca más pensé en la morgue.
También borré tu forma y seguí viviendo. Miento. Nací aquel día en la montaña. Mercedes lanzó muy lejos mi antigua herramienta. Los pedazos de seres que  había atesorado. Después hicimos el amor. Volví a sentirme un poco buitre, sobre ella. No volvimos a hablar después de aquello. Tampoco me importó su boda. No se venga un corazón tomando otro.
Al día siguiente, muy temprano, volví a subirme al auto.
Pero solo. Manejé hasta que la ruta fue parte de mis venas. Subí lomas, crucé ríos y pueblos. Cuando empezó a refrescar bajé la ventanilla, detuve el auto. Y lloré.
Una paloma estaba devorando un pedazo de carne. 

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