jueves, 18 de abril de 2013

JUANA ROSA SCHUSTER



EL EXTRANJERO 

Mientras nos sentamos a la mesa, admiramos su ropa de primera calidad. La corbata llama la atención por sus destellos que refractan la luz filtrada por la ventana desvencijada.
No puedo creer que nuestro hijo mayor haya venido a vernos después de siete años.
-En Canadá, todo es distinto. Se vive mejor. Tienen que pensar en dejar esto.
Su cadencia, acento y modales, han cambiado. Raulito y Manuel lo miran como si tuviesen los fragmentos de un espejo roto y les costase armarlo otra vez.
-Tu abuelo y tu padre son chacareros. Nuestra vida está en las parcelas.
El recién llegado nos mira y la distancia se alarga y horada las millas.
-No sabés, mamá, las ventajas de vivir en Toronto.
-¿Dónde queda?- pregunta Manuel con inocencia.
-¿Van a la escuela? Sus ojos perforan los míos.
-Cuando llueve mucho, no.
Ese extraño, ese extranjero, no entiende. No sabe acerca del sol que pinta de rosa la escarcha en los campos. Tampoco entiende de los pájaros que sostienen la campiña.
Saca un mapa del bolsillo y usa una lapicera. Hace un recorrido en el papel y explica. No entendemos nada. Raulito se la pide.
-Te la doy. Pero no la lleves a ningún lado porque el capuchón es de oro.
-Vos mamá, no tendrías que trabajar con el barbechó. Podés emplearte en un hotel como personal de limpieza.
-¿Qué tiene de malo cultivar la tierra?
-Es necesario crecer de mente. Lograr objetivos. -¿Qué les espera a los chicos acá?
-Tenemos sesenta y cuatro vacas. Muchas preñadas.
El extranjero tiene un rictus burlón.
La distancia entre el inicio del sendero y el caminante ya no se puede medir: Ha hecho a un lado el plato con polenta y trozos de pollo.
-¿Y tu esposa?
-Jennifer se aloja en un hotel cinco estrellas de la ciudad. ¿O pensabas que iba a traerla?

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