martes, 28 de agosto de 2012

MARTA BECKER


EL FORASTERO

Fue comentario durante mucho tiempo en el pueblo. Nadie supo qué pasó.
Densos nubarrones  cubrían el cielo, el mediodía era noche, y sólo se iluminaba con los relámpagos que bañaban techos y calles, cuando el hombre hizo su aparición en medio de la tormenta, salido de la nada, acompañado de un perro flaco, de orejas caídas y mirada triste, tan triste como la de su dueño. No se sabía quién estaba más desvalido.
Entró en el bar de don Zoilo con las ropas empapadas, el sombrero ladeado de tanta agua, los zapatos mojados que dejaron huella sobre el piso desparejo, siempre seguido por el perro. Los dos daban tanta lástima que el dueño estuvo a punto de darles sin cargo un plato de comida, cuando el hombre tiró varios billetes ajados sobre el mostrador y pidió una botella de vino y algo caliente.
Se limitó a comer y beber en silencio. Sabía que los presentes, parroquianos que se habían refugiado del aguacero,  querían preguntar, pero no les dio lugar. Se demoró un tiempo, comió lento, y recién cuando terminó los miró a todos y, centrada su atención en don Zoilo le dijo -me llamo Jacinto Requeira, necesito un lugar para dormir, ¿hay algún alojamiento en la zona?
El hombre detrás de la barra puso cara de pensamiento y luego le mencionó la dirección de doña Lucrecia, viuda desde hacía tiempo y escasa de efectivo, que tenía una habitación  para alquilar.
Sin añadir más datos, Jacinto salió a la lluvia, cada vez más intensa, y se dirigió a la casa de la mujer, situada casi al final de la calle principal, luego de pasar la plaza y la iglesia. El perro lo siguió manso, la cabeza gacha.
La viuda lo recibió sin hacer preguntas. Lo acomodó en la pieza, luego le mostró dónde quedaban la cocina y el baño, y le indicó un lugar en la galería donde dormiría el animal, junto al suyo propio. El único requisito que hizo resaltar fue que no admitiría compañía femenina, por una cuestión de decoro y pudor. El hombre esbozó apenas  una mueca, no se sabía si de aceptación o desagrado, todo pareció lo mismo.
¿Cuánto piensa quedarse?- preguntó la mujer -no sé, lo que sea necesario para mis fines- contestó Jacinto Requeira, ¿y cuáles son sus fines?- inquirió ella, y no obtuvo respuesta. Le irritó la parquedad de su nuevo inquilino, pero decidió seguir con las averiguaciones más luego.
Pasó un mes y Jacinto Requeira seguía en la casa de doña Lucrecia.
Ella se había acostumbrado a su presencia, sus entradas y salidas, su falta de comunicación, y a modo de relación le preparaba ahora algunos almuerzos y todas las cenas, que muchas veces compartían, en silencio.
Al Jacinto se lo vio pasear por el pueblo, siempre seguido por el perro,  con algunas prendas del finado, que aunque le quedaban algo grandes, le daban un aspecto más prolijo. A pesar de todas estas atenciones, no modificó su gesto adusto, su lejanía y un raro tinte de misterio que lo acompañaba siempre.
Lucrecia comenzó a sentirse atraída por el forastero, lo buscaba con diferentes pretextos, era solícita y se acicalaba con esmero,  pero la ponía loca su indiferencia, y eso hacía que fuera más insistente. El perro se identificaba con el amo, y cada vez que ella se acercaba al hombre el animal se erguía y la enfrentaba con gruñidos.
Las viejas cuchicheaban en la iglesia sobre lo que ocurriría en la casa, los hombres envidiaban al Jacinto por haber encontrado mujer sin mayor esfuerzo - había sido afortunado el visitante- decían.
Transcurrió otro mes y el hombre seguía sin dar señales  de irse o de ocuparse de algo. Lucrecia preguntaba y él no contestaba.
Una noche, la mujer decidió que era hora de desempolvar una ropa interior que había guardado en el cajón de la cómoda luego de que su amado esposo pasara a mejor vida, y se dirigió a la habitación de Jacinto Requeira. Sin golpear, sigilosamente, abrió la puerta y entró. Se acercó a la cama y, con su sola presencia, se ofreció.
El perro se levantó, clavó sobre ella dos cavidades negras, profundas, la olfateó, gruñó algo y se echó al lado de la cama. El forastero, que ya había dejado de serlo, la paseó con la mirada con indiferencia, cerró los ojos y se dio media vuelta, dándole la espalda.
La viuda, despechada, salió corriendo de la pieza, inundado el rostro de llanto y con un ardor de vergüenza e indignación como nunca sintiera en su vida.
Una mañana  fría, el suelo cubierto de una fina escarcha y con un sol que se negaba a salir, el perro apareció muerto en el fondo de la casa. Sin mover un solo músculo de la cara en señal de dolor, su dueño lo levantó en brazos, lo llevó abrazado hasta el límite de unos terrenos municipales, y lo enterró.
Pasaron unos días y Jacinto Requeira dejó de verse por los lugares habituales del pueblo. Consultada,  doña Lucrecia respondió que se había ido, tan silencioso como había llegado, para atender unos asuntos particulares que requerían de su presencia, y el muy ingrato había abandonado la casa sin mayores explicaciones.

Nadie pregunta por qué la viuda lleva dos ramos al cementerio.


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