miércoles, 25 de julio de 2012

FEDERICO FALCO


LA MUERTE DE BEBA
Pasó un auto y aplastó a la perra, que se llamaba Beba.
Es una perra pequeña y marrón, con rizos dorados que caen por el lomo y la frente y tapan los ojitos vivaces; y con un lazo rojo en el cuello, que termina en un moño, arriba. Josefina le ha atado el moño y también, para el invierno, le ha tejido una capita ceñida y en punto cruz apretado, verde y roja, a rayas. Es una perra pequeña, marrón y simpática y bonita; y ahora, tras que el auto la aplasta, es una perra moribunda. Y finalmente es una perra muerta, porque ha exhalado en los brazos de sus dueños.
Movió la patita suave, acariciando las manos de Josefina y de José y murió. José entonces llora, y también Josefina. José camina hasta el sillón y llora y también Josefina, que, cuando el siniestro, pelaba papas, las ha dejado sobre la tabla húmeda y la bolsa con cáscaras y el aceite a punto de hervir y quemarse, en la hornalla, y llora. Apagaron la radio: el cuerpecito de Beba sobre la mesa.
Josefina levanta el teléfono y llama a la hija y le dice: Murió Beba, la pisó un auto. La hija, del otro lado del tubo, pregunta cómo está papá y Josefina responde "alicaído". La hija vive muy lejos, con sus hijos, en otra ciudad, en una ciudad, y no puede venir. Deberán enfrentar esto solos.
Más tarde llega una vecina y dice: Don José, yo lo vi, un auto rojo, un Renault. Pero eso no calma la pena. Beba era el centro de la casa, la alegría del hogar, lo que quebraba la monotonía de los días. La capita ceñida y en punto cruz apretado, verde y roja, a rayas, ahí, en el ropero. Es primavera, pero se la ponen, igual, al cadáver. Le hacen vestir sus galas.
Como el accidente fue cerca del mediodía y las papas no se hicieron y el aceite se quemó, comen sólo una ensalada y duermen una siesta breve y dolida. José se levanta y pide camiseta, camisa y pantalón limpio. Josefina se los da y José parte. Vuelve con un cajoncito blanco, de angelito, atado en asiento trasero de la bicicleta. Mide a Beba, mide el cajón: entra justo. La velan.
Llegan dos vecinas a la hora del mate y detrás dos más y detrás otras, a compartir la congoja. Han puesto a Beba en el cajoncito blanco, de madera blanca, forrado con raso blanco, y con un pequeño crucifijo de plata en la tapa y manijas leves y también plateadas en los costados, para cargarlo. El cajoncito blanco está en el centro de la mesa, sobre una carpeta blanca, también. Sacaron las sillas, las amontonaron en el cuarto de costura, y la mesa quedó sola en medio de la sala, con dos floreros distintos y cachados custodiando el cuerpo; uno con un gladiolo envarado y demasiado alto; el otro con un pimpollo de rosa florecido justo ese día y rodeado de mucho helecho pluma. Se suceden los actos de dolor.

Más tarde se enterarán: la municipalidad no deja que la entierren en el cementerio, por más que haya sido como una hija para quien haya sido. José hace dos llamados telefónicos y sale una vez más en la bicicleta. Vuelve sin noticias. Ha movido influencias, hay que esperar y esperan, pero la situación no cambia. Se hace de noche y Beba muerta, es increíble. Una pelotita de tenis raída, su juguete preferido, es puesto a sus pies, también en el ataúd. Las vecinas parten. Josefina y José están solos de nuevo. La casa se ha llenado de silencios y de faltantes, de corridas y de rezongos y de pequeños ladridos que ya no están y que ahora se evidencian en el silencio y que se evidenciarán en los próximos días de silencio y ostracismo y duelo y dolor contenido y sin contener. Saben que el patio está repleto de pequeños huesos enterrados en provisión y que en el próximo verano, y en el próximo, y en el próximo, cuando caven para trasplantar una camelia, sembrar el perejil o hacerle una canaleta de desagüe al cantero de dalias, esos huesos reaparecerán y con ellos la falta y el dolor por Beba muerta, aplastada por un automóvil rojo, Renault. Están desconsolados.
Al día siguiente, temprano, debajo del jazmín, la enterrarán. Antes de que nadie llegue, sólo él, José, y ella, Josefina, la enterrarán. Cerrarán el pequeño cajoncito blanco, de angelito, agarrarán una manija cada uno, y lo depositarán en el profundo pozo que José ha cavado al pie del jazmín, la planta más linda de todo el patio, que está a punto de florecer y que regará la tumba con olores a agua colonia de jazmín y con pétalos blancos, leves, carnosos, cayendo, meciéndose en el viento, hasta posarse sobre la tierra fresca donde Beba duerme, eterno, el sueño.

Pasa el tiempo. Las vecinas traen u ofrecen sustitutos: cachorritos vivaces, grises, marrones, blancos, amarillos; de todas las razas. Algunos dormilones, otros astutos. Algunos panzones, otros diarreicos. Algunos lagañosos, otros mordisqueantes. Ninguno es Beba, ninguno puede reemplazarla. Ven en una revista la publicidad de un criadero con perros muy parecidos a la difunta: pequeños y marrones, con rizos dorados que caen por el lomo y la frente y tapan los ojitos alegres. Harán tratativas y llamadas telefónicas, enviarán telegramas y los recibirán. Y un día, por comisionista, llegará una caja con un cachorro que ya tiene nombre: Adrián Tercero y llegarán sus papeles. Pero no es Beba. Las puertas quedan abiertas, Adrián Tercero se escapa y José y Josefina no lo lloran ni lo lamentan: Adrián Tercero no era Beba.
Ponen flores sobre la tumba y esa primavera el jazmín no florece y ese verano el jazmín se seca. La empleada de la florería dice que tal vez, al cavar, José destruyó las raíces principales, o que tal vez, también, el pequeño féretro se esté disolviendo en la tierra, y los pigmentos blancos de la pintura hayan intoxicado la planta, al navegar en el agua y ser absorbidos.
Beba, entonces, por siempre, estará ahí, muerta, en el páramo yermo, sin una sola flor, por siempre bajo el jazmín seco, que se pudre, se quiebra, que ofrenda sus ramas pálidas a los gorriones y a los jilgueros y a las hormigas negras y que, al final y en forma definitiva, desaparece.



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