miércoles, 7 de julio de 2010

MARISA PRESTI


EL ALTAR DE LA INOCENCIA

Hace bolitas con las migas de pan que están sobre la mesa, inclinada sobre el ajado mantel de hule, suspendida en un tiempo indefinido, como si la vida que antes corría por sus venas se hubiera ido a dar un paseo. Me sentí impotente, ¿qué podía hacer por ella más que custodiarla? Evitar, tal vez, que llegara a la desesperación.
Se abrió la puerta y el ruido seco de las pisadas de un hombre robusto alertaron todo su cuerpo. Desgreñada, sus ojos enrojecidos apenas se divisaban entre los mechones de pelo. Al verlo, un inesperado vigor la hizo ponerse de pie, apoyándose contra la mesa.
Al verla parada, comprendí el horror por sus pocos años. No tendría más que diez u once. Delgadita como un junco joven, soportaba un embate que cada día la derribaba un poco más.
¿Qué hacés, pelusita? Voz ronca, desagradable; una suciedad que contamina todo el aire la hace retroceder aún más. El hombre larga una carcajada, se acerca y la toca. Toca mármol, toca roca, nada respira en ella. ¿Te volviste muda? Desaparece la sonrisa del rostro tosco, las cejas se arquean, desafiantes: ¿Hiciste la comida?
Asiente con la cabeza baja, sabe que debe ir a servirlo y se apresura a controlar el guiso que dejó a fuego bajo, como le enseñó su madre. Rueda una lágrima pequeña, imperceptible, por el rostro tempranamente envejecido. Mamá, ¿por qué te fuiste? Mamá, ¿cuándo vas a volver?
Un pequeño gorrión se posa en la ventana. La distrae por un segundo, un segundo para imaginar a su madre así, volando hacia ella. La ve regresar como el día que la vio partir, con el chal a cuadros enroscado en su cuello y el viejo abrigo negro de doble abotonadura. Siente su beso final, aquel que depositó en sus mejillas ásperas por el frío en medio de frazadas gastadas. Hija, no me olvides, pronto volveré a buscarte.
¡Para cuándo la comida! No sabe lo que es el odio, es demasiado tierna para saberlo, pero una efervescencia de bronca sube por su garganta mientras el cucharón sirve el guiso en el plato. Vuelca un poco, su mano tiembla.
Él roza sus nalgas cuando ella se acerca. A ver si engordás un poco este culo, dice riéndose. Hunde la cabeza en el plato y por un rato largo se escuchan groseros sorbidos, boca y lengua ávidas de comidas, dedos ansiosos que cortan pedazos de pan. Y por fin, el vino que deglute casi ahogándose.
Aterrorizada, espera lo peor. Sabe que él la está mirando como la última vez, cuando su aliento rancio se desparramó por su piel como fiebre pegajosa. Cuando las manos violentas partieron en dos su único vestido, antes del desmayo que la salvó del infierno.
Santa María madre de Dios...las palabras suenan sin sonido cuando él se levanta, bamboleante. Ruega por nosotros pecadores... cae la silla al suelo, se vuelca el resto de vino. El instinto sin razones del animal humano se tiñe de rojo, avanza enfurecido hacia ella y tropieza, de golpe, con la botella que detiene su paso. La cabeza parece estallar cuando choca contra el piso. Quedan los ojos fijos, abiertos con desvergüenza, mientras un hilo baboso se escapa de su boca.
Pobre mujer en envase de niña. Queda clavada a metros del cuerpo sin atreverse.Afuera, un perro lanza un aullido lastimero. Es la hora en que cae el sol y regresan los fantasmas.


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